Decía Rosa Aguilar, la Alcaldesa de Córdoba, en la I Conferencia Europea sobre Sociedad y Cultura: la invención de las Ciudades, que éstas se construyen día a día. Y el ser humano inventa las ciudades a través de sus deseos, a través de sus anhelos, de sus esperanzas. En ellas, la cultura se consolida como expresión de la propia civilización. Porque las ciudades son los reductos del hombre y de la mujer. Ámbitos de diálogo y de convivencia.
Esto no contradice, sino al contrario, la perspectiva de Jordi Borja sobre los comportamientos y los nuevos espacios. En efecto, este geógrafo eleva la dimensión explícita de la ciudad actual, que ya no se circunscribe al ámbito municipal ni a la llamada ciudad metropolitana. Ve plasmada mejor la ciudad-región, de geometría variable, de límites imprecisos, de centralidades confusas y de referentes simbólicos escasos, es decir, muchos “no lugares” para pocos lugares proveedores de sentido.
Los nuevos territorios urbanos son, cada día más, espacios diseñados más bien para la movilidad que para la inserción, más bien para la vida en gueto que para la integración ciudadana. Todo conduce a que el ciudadano se comporte como un cliente, como un usuario de la ciudad, es decir, que se comporte y use la ciudad según su solvencia. Los bienes y servicios urbanos tienden a la mercantilización y a la monetarización del ejercicio de la ciudadanía. Pues bien, el POUM de Cuenca es una evidencia elemental de esto último. Se ven detrás de ese cuerpo arquitectónico-administrativo una gama de decisiones pre-articuladas y recubiertas de ajustes y componendas que dan mucho que pensar, y, según salen a la luz las disconformidades de asociaciones de vecinos y organizaciones de diversa especie, no del todo bueno.
Paulatinamente el crecimiento de Cuenca está produciendo un debilitamiento de las estructuras tradicionales de integración ciudadana: la familia, el barrio, el lugar de trabajo o de estudio cerca de casa, las relaciones de amistad vinculadas al territorio, las organizaciones sociales de vocación universal –es decir, que pretenden englobar gran parte de las dimensiones de la socialización (parroquia, partido político, etc.)–. Las relaciones sociales también se van dispersando y volviéndose utilitarias y, si bien suponen unas pautas básicas compartidas, no se basan en un sistema de valores como el que daba cohesión a la comunidad urbana tradicional. Se ha producido un aumento considerable de la autonomía individual o de grupo, incluso se ha caracterizado el potencial de progreso y de innovación de la ciudad moderna en función de su nivel de tolerancia con respecto a los comportamientos individuales y colectivos diferenciados.
Ese crecimiento hemos de considerarlo normal en la variación de los vínculos identitarios conquenses, que, sin embargo, perduran en sus dos grandes manifestaciones festivas anuales (Semana Santa y San Mateo, estando más diluidos en la Feria de Agosto). En cualquier caso, los ciudadanos reaccionan ante las incertidumbres presentes y futuras de su vida, al igual que lo hacen ante la débil inserción en un lugar y en una comunidad, frente a la falta de límites y de referentes de los territorios en los que vive y se mueve y frente a la multiplicación de identidades sin que ninguna sea la dominante. Si quitamos el contingente seriado de la Zona Histórica (Patrimonio de la Humanidad), los constructores han hecho en Cuenca una “zona nueva” sin personalidad ni glamour. Esto se ha acentuado con el “quehacer Cenzano” y la gestión Empuser, que ofrecen en sus rotondas la visión más vulgar de lo que no es el urbanismo en las ciudades del tamaño de Cuenca. Ésta, pensada para los vehículos rodados, ha desquiciado las tremendas posibilidades de la calle y la plaza, el espacio colectivo por excelencia, que, como vemos en otros lugares, el urbanismo moderno las ha revalorizado, dándoles santo y seña. Aquí, no; más bien sucede al contrario. Y la culpa de esto la tienen unos servicios de urbanismo municipales de pensar lento, de arredrar las ideas innovadoras más vívidas y de ceder la iniciativa a unos arquitectos lugareños –hermanados con algún constructor de dudosa práctica- cuya capacidad creativa (urbanística principalmente) brilla por su ausencia o con una perspectiva jamás hecha a largo plazo.
Contra los dispuesto en el proyecto POUM, éste puede aprender que las grandes infraestructuras de comunicación (estaciones ferroviarias y de autobuses, ejes viarios, etc.) han sido zonas históricamente marginales o rupturas del tejido urbano. Hoy contamos con ejemplos positivos de que estas áreas pueden convertirse en un factor de calificación urbana y contribuir a crear ciudad, como la Stazione Termini en Roma, las renovaciones urbanas de puertos, como el de Baltimore o Cape Town, o las Rondas de Barcelona. Se puede hacer un razonamiento similar en relación con los grandes equipamientos culturales o universitarios, incluso hospitalarios o de empresas de servicios, que pueden convertirse en elementos de centralidad o de animación urbanas, atraer nuevas actividades y ser compatibles con viviendas y comercios. Los “no lugares”, como se ha puesto de moda llamarlos, pueden convertirse en lugares.
Frente a lo demostrado por Cenzano, su concejala y afines, hoy, en palabras de Jordi Borja, el diseño de los espacios públicos –si restamos las variantes predominantemente especulativas, como han hecho esos ediles- es siempre la prueba decisiva para medir la capacidad de “crear ciudad”, es decir, de favorecer el ejercicio de la ciudadanía (o del civismo, si se prefiere un término más suave). El lema “monumentalizar la periferia y hacer accesible el centro” fue todo un programa, un buen programa de urbanismo ciudadano. Conferir calidad a todos los barrios, a todas las periferias, hacerlas visibles y atractivas y socializar el uso de los centros evitando tanto la especialización temática como la degradación es construir una ciudad democrática y crear las condiciones para el ejercicio del civismo.
Ayuda a ello igualmente la calidad formal del espacio público, que comprende siempre una circunstancia de gobierno esencial, y que, frente a la moda española de tener levantadas las calles entre dos elecciones municipales, debe tomarse mejor la variante administrativa de la efectividad (terminar cuanto antes lo que se está haciendo, y gastar en ello lo “justo”). Habla a favor de este quehacer –que en Cuenca, no lo olvidemos, a la hora de pensarnos el voto, el equipo de gobierno actual se ha pasado en muchas obras, lenta y malamente en sus resultados- una construcción cordial del paisaje urbano. Al respecto los ciudadanos de esta querida ciudad castellana han de entender que no sólo hay paisaje en la zona “antigua”, porque este panorama también es nuestra casa grande, si no es bonita y funcional, cómoda y agradable, estimulará comportamientos poco cívicos. La atención a los materiales y al mobiliario urbano, a la limpieza y a las contaminaciones (acústica, atmosférica, etc.), a la publicidad excesiva y al aspecto de las fachadas, y, en definitiva, a todo aquello que configura el paisaje urbano es una condición necesaria del civismo. Proporcionar elementos de identidad o de diferenciación a cada barrio o área de la ciudad, mantener y cuidar sus espacios de forma patente y prestar atención a la convivencia, con frecuencia conflictiva, en los espacios colectivos es contribuir al comportamiento cívico de la ciudadanía. Invertir en la calidad del espacio público, de su diseño, de su enriquecimiento y de su mantenimiento nunca será un lujo, sino justicia democrática.
Aires de La Parra
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