La reflexión efectuada en La Vanguardia de Cuenca hoy mismo por nuestro editor ha determinado la revisión por éste de un libro que, para retener ideas próximas, muchas personas deberían tener cerca, especialmente las que poseen responsabilidades políticas. Nos referimos a la obra La Construcción de la Ciudadanía en el Siglo XXI, que escribieron de consuno Mercedes Oraisón, Daniel J. Corbo, Silvio Gallo y Newton A. von Zuben.
Está editado por la OEI (Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura) y nos enseñan ahí que la formación del ciudadano es, sin duda, una de las metas más importantes y prioritarias de las agendas político-educativas contemporáneas. Tanto en democracias débiles e incipientes, como en aquellas ya consolidadas, la construcción de una ciudadanía crítica y participativa parece ser la clave para resolver la diversidad de conflictos emergentes que reflejan la profunda crisis que afecta actualmente a este régimen: desigualdades, exclusiones y discriminaciones, en algunos casos; corrupción política, apatía y escepticismo cívico, en otros. La salud del sistema, la supervivencia de sus instituciones y las condiciones de gobernabilidad, pero sobre todo de legitimidad, dependen de las accione ético-educativas que se encaren a efectos de capacitar a cada ciudadano para la práctica responsable, racional y autónoma de su ciudadanía.
Creen también nuestros aires que la compleja y profunda construcción sociohistórica de la ciudadanía es fundamentalmente pedagógica, ya que opera sobre la conformación del imaginario y de los hábitos y actitudes que expresan distintos roles y posiciones dentro del sistema político y la sociedad civil. Estas acciones se despliegan en el ámbito de la educación informal, pero sobre todo en el de la educación formal y sistemática. La formación del ciudadano es un objetivo “fundante” de los sistemas educativos nacionales, cuyos currículos, textos y marcos normativos institucionales se encargan de transmitir determinados valores, concepciones y estereotipos que conforman la noción individual y colectiva de ciudadanía.
Contra lo que muchos piensan, la Ciudadanía europea tal como está recogida hoy en los Tratados es una realidad aún incipiente. Más bien, lo que tenemos es el comienzo de un proceso evolutivo que desembocará en una u otra realidad según la suerte que corra el proceso de integración europeo. Para que la ciudadanía europea se desarrolle plenamente y tenga un significado real para los europeos es necesario que vaya surgiendo, con unos perfiles cada vez más definidos, una conciencia de identidad europea. En esa labor el papel de los sistemas educativos será esencial. Al igual que la extensión de la escolarización general fue clave para la consolidación de las identidades nacionales, en la lenta aparición de una identidad europea, de un "sentido de pertenencia", tendrá mucho que ver con la labor en las escuelas, institutos y universidades.
La llegada casi “compulsiva” de inmigrantes a las costas Canarias está llevando a diversas autoridades de la Unión Europea a revisar e impulsar la institucionalización de la ciudadanía europea en el Tratado de la UE, que ha constituido posiblemente el más importante esfuerzo de tender un puente entre las instituciones de la Unión y los ciudadanos, de hacer que los europeos sientan la construcción europea como algo que les afecta más allá de las reglamentaciones económicas y administrativas de Bruselas, algo que tiene que ver con sus derechos y deberes, con su identidad. Sin embargo, hasta estos momentos, los resultados de este intento son bastante decepcionantes, pues, como las encuestas certifican y los resultados de referéndums en varios países confirmaron, los europeos "pasan" en gran medida del nuevo estatuto de ciudadanía, la desinformación es bastante general y es discutible si el sentimiento de identidad europeo se ha desarrollado o no.
Para los más europeístas, el estatuto de la ciudadanía europea, tal como está recogido actualmente en los Tratados, es totalmente insuficiente. Los derechos recogidos son "despreciables", están redactados de una manera apresurada y confusa, y son, por consecuencia, vistos con muy poca ilusión por parte de los ciudadanos. Estos sectores ven en la restricción de la libre circulación –que no está plenamente desarrollado- un handicap muy importante, prácticamente el principal a la hora de dejar a la ciudadanía europea como un estatuto vacío de un contenido real, creyendo que sólo se ha utilizado para “vender la idea de Europa”, mientras se ocultaba la auténtica realidad: Europa avanza sólo en la integración económica, mientras que marcha como un caracol en la construcción política.
Frente a esa opinión está la que se viene calificando como “euroescéptica”, la cual ve estos avances como excesivos y trata de frenar cualquier evolución ulterior hacia la integración política y la plena ciudadanía europea. Esta postura tiene sus representantes más conspicuos en Gran Bretaña, especialmente en el partido conservador o "tory", y en Dinamarca.
El concepto de ciudadanía desde la Grecia clásica ha experimentado, como es lógico, importantes cambios; sin embargo, hay algo que continua invariable, se basa en "una regla de exclusión", en definir claramente quiénes son, y, sobre todo, quiénes no son ciudadanos. Y una de las paradojas de la ciudadanía europea es que, al accederse a ella exclusivamente a través de la posesión de la ciudadanía de uno de los estados miembros de la Unión, hay diferentes formas de acceder a ella. Una misma persona procedente de un país tercero, con las mismas condiciones y años de residencia, podrían nacionalizarse como ciudadano de un estado miembro y, por ende, europeo, en unos estados miembros, mientras que en otros continuaría siendo extranjero. Los turcos en Alemania serían el ejemplo más negativo del “derecho de sangre”.
La ciudadanía europea ha nacido basándose en la exclusión de los millones de nacionales de terceros países (NPT) que viven dentro de sus fronteras. De hecho, la permeabilidad de las fronteras interiores introducida por el Acuerdo y el Convenio de Schengen, ha venido acompañado del levantamiento de mayores barreras en las fronteras exteriores de la Unión y en el endurecimiento en la tramitación del derecho de asilo. Precisamente el paradigma más hiriente de esto son el paso de las "pateras" por el Estrecho de Gibraltar y los “cayucos” hacia Canarias, en busca de la ansiada Europa. Un viaje que a menudo acaba en tragedia, como sabemos.
La visión reduccionista y conservadora que se ha impuesto en esta materia está negando una dura realidad, mientras se solapa con medidas estancas e insuficientes de política social y de cooperación económica internacional. En tanto tengamos a nuestras puertas ese duro freno contra la “identidad europea”, la ciudadanía no podrá traspasar los marcos “nacionales”. Y, así, como explicaba Juan Carlos Ocaña en un bien agrupado trabajo sobre esta problemática, la mayoría de los ciudadanos seguirá sintiendo de manera más clara y fuerte su pertenencia a Francia, España o Alemania, o, también, a Cataluña, Escocia, Bretaña o Flandes. “Es cierto que todas esas identidades son difícilmente separables y que, a menudo, se entremezclan con otros sentimientos de pertenencia (género, grupo étnico o racial, ideario político, afinidades culturales...)”, dice Ocaña, pero como sintetiza también éste: “La unificación europea requiere la construcción de una identidad europea, pero esta no existe. No hay una homogeneidad lingüística, ni cultural. No se puede construir sobre elementos como el cristianismo, ni la democracia, ni la identidad económica, ni, mucho menos, sobre una identidad étnica”.
Aires de La Parra
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