Por cada persona libre que se atreve a opinar contracorriente, hay mil fieras humanas que tratando sólo de sobrevivir se devoran los hígados mutuamente, sin dejar por eso de humillar la cerviz ante el más fuerte, en silencio.
En París, Londres, Nueva York, Madrid... a la gente se la ve correr por todas las calles. Entra y sale de las tiendas, protegiéndose la cabeza con bolsas y paquetes y como un rebaño frenético penetra en los grandes almacenes para sentirse aún más segura.
Desde muy lejos llegan densos, profundos sonidos de esas bombas de hambre que caen sobre países desventurados y repletos de gente pobre. Pero en los países ricos todo el mundo calla; a lo sumo, a la hora de definirse políticamente se oye que la gente agolpada en el mostrador pregunta: oiga, esta merluza ¿es congelada o de pincho?
En este gran embalse de consumo, sin embargo, el conflicto más patético es el del perfume que, como nos contaba años atrás Vicente Verdú, se alza –sobre todo en navidades- en la estrella de la publicidad social. Especialmente las firmas de moda, de Loewe a Gucci, de Adolfo Domínguez a Calvin Klein, aman locamente sus perfumes. Son para ellos como el alcohol financiero de la corporación. Un frasco de un decilitro le cuesta a la empresa un puñado de duros mientras luce en el escaparte por cientos de euros. El perfume es primordial, permite ofrecer al dispersarse el rincón de una personalidad y se lleva con la máxima desproporción entre su valor y su precio, entre lo que significa el proceso de producción y la estrategia de su seducción. Es por ello, como advertía Vicente Verdú, “el artículo de lujo por antonomasia, aquel cuyo origen no podrá relacionarse nunca con su efecto y en donde el alcance de su logro sólo será vinculable de manera misteriosa a su realidad”. Más todavía, el perfume hace sentir el bien y el mal, el amor y el miedo, la exaltación y la nostalgia. Se apega, además, a la memoria como sólo consiguen las narraciones mágicas, aquellas que tienen que ver con lo más irreal. En medio de este desvanecimiento surge siempre una pregunta inexorable, ¿para qué optar por la ensoñación evanescente cuando la realidad clama tan dura atención? Un interrogante que últimamente ha llevado a nuestros aires en multitud de ocasiones a preguntarse por lo políticamente correcto.
Hay quien piensa que “lo políticamente correcto” es una gran simplificación, entre otros José Ignacio Peláez, que sostenía en Análisis Digital que esto viene a ser un intento de imponer una opinión sobre algún asunto de relevancia, sin argumentos, sustrayendo esa opinión al debate social. Se intenta que no se discuta si esa opinión es verdadera y justa o no (que en realidad es lo más importante), y se busca que la opinión contraria no pueda ni decirse, quede proscrita. Pone el siguiente ejemplo para ilustrarlo: “se puede decir que los hombres y mujeres somos iguales y debemos ser tratados con igualdad y sin discriminaciones (lo que es verdad: somos iguales en dignidad y no se debe discriminar por razón del sexo); pero resulta un atrevimiento decir que los hombres y mujeres somos diferentes en muchas otras cosas; contemplar estas diferencias, por ejemplo, para proponer una enseñanza diferenciada para niños y niñas en la adolescencia es algo que no se puede ni mencionar en determinados ambientes educativos, aunque haya cada vez más estudios científicos que lo corroboren, como el de la revista Time cuando señala las diferencias del cerebro del varón y de la mujer y aporta la opinión de expertos científicos que proponen una enseñanza igual en calidad, pero atenta a la diferencia de las niñas y de los niños”.
En este sentido, lo “políticamente correcto” es un intento de establecer una afirmación como la opinión dominante por la posición ventajosa que alcanza. Pues pensar, hablar o escribir en contra de la opinión dominante tiene un alto coste personal –a veces, exige un cierto heroísmo- y es frecuente que se prefiera no pagar este peaje y acomodarse a ella. Se puede expresar la opinión dominante sin argumentos ni pruebas, pues se impone como una evidencia porque se presume ya suficientemente fundamentada; pero a la afirmación contraria a la opinión dominante se le exigen pruebas y argumentos bien elaborados, ya que parte con la desventaja de que produce rechazo. Como es obvio, el ambiente influye mucho en las personas.
En términos ideológicos lo políticamente correcto es una forma de puritanismo victoriano, aunque una forma embellecida y apta para vivir ese puritanismo que se prefiere cien veces antes a ese “antipolíticamente correcto” de Houllebecq y compañía, un fascismo fácil que satisface tanto al gordo nazi en su sillón de plástico, como al pubertoso estudiante que confunde su masturbación con el universo.
Lo políticamente correcto es siempre una estrategia de defensa, nunca de una proposición, nace de la conciencia de la debilidad, de la fragilidad tan falsa como la pretendida fuerza de los enemigos. Para lo políticamente correcto, los negros, las mujeres, los no fumadores, las minorías sexuales, son frágiles, tan frágiles que hasta el lenguaje las puede violentar, para ello hay que construir pequeños paraísos con aire condicionado, guetos endogámicos en que el lenguaje ya no signifique lo que significa. Ese sacrosanto respeto por el otro –muy encomiable en teoría– muchas veces se convierte en un profundo desprecio por este otro con el que no se discute nunca de igual a igual.
El escritor chileno Rafael Gamucio se refería con contundencia, tachándolas de irresponsables, a las polémicas de guetos. Y su argumento nos viene de perlas para poner en su lugar preciso a ese izquierdismo tipo ZP (con el engranaje clave de “la tolerancia”), que aquél emplazaba en el de tipo Mafalda (eso de paren el mundo que me quiero bajar), al tiempo que exigía ir a enfrentarle el lugar a los estafadores, a los asesinos, a los terroristas, arrancarles al menos el uso de las palabras que ensucian. Siendo esto hoy un deber ineludible, el cómodo llanto, y la más cómoda perplejidad de esta Europa refocilándose en la calefacción central, le indignan tanto o más a Gamucio que esa nueva derecha que se nutre del fracaso de mayo del 68 para hacer su propia revolución con toda la violencia y la sangre que implica el cambio, pero sin ni siquiera el asomo de una preocupación por el pobre, por el diferente. Esta es la clave de lo que no debe ser, así como la cartera de la que los programas políticos inteligentes puede sacar muchas pautas de acción, toda una sólida estrategia de cambio en justicia dentro de la cada día más insatisfactoria sociedad de consumo en el día de la fecha, que encierra patrones de comportamiento incongruentes hasta para quienes se los aplican en primera persona. Válganos como muestra el ejemplo que nos contaba a los asistentes al III Encuentro COITT-EUITT el miércoles pasado en el aula magna de la Escuela de Ingenieros Técnicos de Telecomunicaciones de la Universidad Politécnica de Madrid el ingeniero Francisco Ortiz Chaparro, Gerente de relaciones con asociaciones y organismos internacionales de Telefónica, AHCIET.
Lleno de estupor, relataba éste como, viniendo a Madrid tiempo atrás en un autobús desde la sierra, oía hablar por el móvil en el asiento de al lado a una inmigrante sudamericana, que contaba todas y cada una de sus penas a un familiar al que tenía al otro lado del aparato: “... que los salarios, son muy bajos, que no gano casi ni para comer, que..., que...”. Así hasta llegar a Madrid, no dejó de pasarse el viaje pegada al móvil a pesar de sus dificultades económicas.
La circunstancia “políticamente correcta” evitó al ingeniero ser todo lo categórico que la situación demandaba. A pesar del impacto que le causaba cuanto escuchaba, se topó frente a esa imagen de evasión, expresando con tibieza cualquier tipo de opinión. No queriendo faltar al respeto a nuestros interlocutores, no expresamos frontalmente nuestro desacuerdo y evitamos conflictos innecesarios. Para no sonar mal a los oídos, evitamos palabras malsonantes, calificativos excesivamente duros, opiniones discordantes y tan sólo nos explayamos en loas cuadriculadas. En definitiva, lo que inicialmente se había tomado como sinónimo de mantener un talante conciliador, hoy en día viene a significar "no mojarse". Ciertamente el ingeniero no roció de buen consejo lo que la conciencia le pedía: ¡señora, cuelgue su móvil, que le está costando la llamada una millonada!
Al final, llegamos al giro que la expresión contiene, y que está viciado desde sus propios inicios, en su misma etimología (vid. alt64@alt64.org):
Políticamente: Conforme a las leyes o reglas de la política.
Correcto: Libre de errores o defectos, conforme a las reglas. Dícese del lenguaje, del estilo, del dibujo.
Lo unimos y nos queda que expresarse de una forma políticamente correcta viene a significar que nos expresamos conforme a las reglas de la política.
Seamos sinceros: ¿quién quiere que le comparen con uno de nuestros actuales políticos? Es conocido el juego de palabras mujer pública, hombre público; o el chiste aquel de ¿cuál es la profesión más vieja del mundo? Vamos, que la mayoría de nosotros no veríamos diferencia si nuestros diputados dejaran el Congreso y trabajaran en la Casa de Campo.
¿Qué es lo que nos mueve entonces a llevar nuestra corrección hasta extremos de cualidad política? Soy un poco mal pensado, pero me aventuraría a decir que el borreguismo, me temo. De alguna forma se puede intuir que la degeneración práctica del término ha derivado de la aplicación de una serie de valores que no se entienden muy bien, como pueden ser prudencia, medida… De ahí se pasó a una cortesía aparente, interesada. Ha sido un proceso de identificación retorcido, como casi todo lo que tiene que ver con los que quieren el poder o quieren mantenerse en él. Primero nuestros políticos pervirtieron el sentido original de la palabra que les definía y, cuando el proceso fue completo, trabajaron para que la nueva acepción fuera socialmente aceptada, tomada como intrínsecamente buena. La manipulación del lenguaje siempre ha sido su mejor arma.
Posiblemente hoy en día nos vemos libres de los grandes oradores que antaño eran capaces de enardecer a una muchedumbre y modelar los intereses de un pueblo para adecuarlos a su propio capricho. A lo mejor esta es la mejor dicha que disponemos también: que nos lideren unos mediocres representantes cuyas débiles aptitudes no poseen el vigor ni la inteligencia suficientes como para convertir a un centenar de personas en una jauría furiosa en demanda de justicia. Es la mejor fórmula para detener el cambio y los movimientos sociales radicales, empleada a conciencia por el poder, que, en última instancia, tan sólo aspira a que no le demos muchos problemas y nos comportemos como dóciles corderitos políticamente correctos. No es de extrañar por lo mismo que nos hablen esos políticos de poca monta suavemente al oído y adormezcan nuestras conciencias con un discurso tan monótono que es hipnótico: “No te excites, nada es tan importante como para que exija que te levantes del sillón. La nación sigue su curso sin tu colaboración, con tu colaboración, gracias a tu colaboración, a pesar de tu colaboración. Es así, siempre ha sido así, siempre será así, es mejor así”. ¡Chissst!
Aires de La Parra
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