¿Dónde está España ahora mismo? En el inicio de una debilidad, que traerán los años venideros, producto de un Estado autonómico que, como consecuencia de la flaqueza de una parte evanescente de la izquierda clásica –en ella están ZP y sus hombres, mal que les pese- ganada por la otra parte de la izquierda demagógica (esa porción zigzagueante de quiméricos intrigantes de la utopía irreflexiva), va quebrando cimientos de Estado y dejando cocinas de gestión nacionalista a egoístas valedores del hogar individual; que luego, cuando tienen que apagar algún fuego grave, al que se ven incapaces de sofocar, acuden instantáneamente a “madrid”, para que les ponga medios y soluciones.
Pero pensar los nacionalistas la cara inversa no lo hacen nunca. Por esto merecen siempre ser mirados con displicencia y reservas por el 80 por ciento de españoles que siguen creyendo en su País Grande, el que siempre genera ecuanimidad y aplomo. La causa, no tiene ubicación solo en los nacionalistas de las tres “minipatrias” de siempre (Cataluña, País Vasco y Galicia), sino que posee un trasfondo social de mayor entidad y que, como nuestros aires han determinado en varias ocasiones, al final se estacionan en una pérdida de los valores éticos más simples.
Esta merma es la que hace posible, sobre todo en política, la aparición de los despropósitos más impensados, sacados en ocasiones de ocurrencias y simples palabras de políticos poco inteligentes, que llegan a liderar posturas inútiles guiados por esquizofrénicos o iletrados de la historia real. Así, al fin y a la postre, cuando esa gentualla se estrella contra los muros firmes y bien edificados de la razón y la conciencia pública objetiva, cambian los ciclos de la Historia y se remueve el barro producido por las inundaciones que habían causado las tormentas. Esta es la esperanza que nos va quedando a los que con arresto nos dedicamos al estudio de la prospectiva social, que ahora mismo estamos viendo las limitaciones graves de ZP, en discurso y en acción de gobierno. El pueblo, como ha ocurrido tantas veces, se dará cuenta cuando la cosa tenga arduos remedios.
El Gobierno de la España de hoy va detrás de los acontecimientos, se manifiesta a impulsos, su programa carece de solidez y, encima, está en permanente carantoña con los reaccionarios valores de la anti-España “izquierdosa”. Esa que suele copiar sus andares de la francesa y va a remolque de ésta. En consecuencia, mal nos va a ir necesariamente, sobre todo si advertimos la crisis en la que han sumido al país vecino esos calamitosos padrinos de la “gauche divine”, acostados en la sombra del desván –igual que ZP con los nacionalistas de CiU- con la derecha impasible y de la propia saca.
El ejemplo evidente de cuanto se ha expresado terminamos de verlo en Cataluña, incapaz de resolver la inseguridad que por ahí se vive, principalmente en materia delictiva. Nada más ver esa rica clase media, de chalé campestre e independencia dispersa por “su” país, los asaltos que se han multiplicado a sus casas en los últimos días, pronto han recurrido a la Guardia Civil, por mal que les pese y poco que les guste. Sin embargo, demagogia a parte, sus mossos “de escuadra” son menos profesionales que los hombres del tricornio y, por si fuera poco, mucho menos efectivos. La diferencia se ha dejado sentir a las pocas horas en Tarragona (España), donde los refuerzos “en prácticas” de la GC detuvieron ayer en Maspujols a cinco miembros de una banda de atracadores que vivían en el bosque, donde se refugiaban por el día tras cometer sus golpes de noche. Aunque iban indocumentados, se cree que son rumanos. En la operación se ha decomisado una importante cantidad de material procedente de los robos y preparada en parte para su envío al país de procedencia de la red.
A los detenidos se les achaca un centenar de robos con fuerza cometidos en casas vacías, empresas y cajeros de bancos, sobre todo de Tarragona, pero también de Gerona y Lérida. No se les considera, por tanto, autores de los asaltos con violencia cometidos en viviendas en las últimas semanas, algunos de ellos en la misma zona donde ha caído esta banda. Los resultados de la operación «Filón» los dieron a conocer el delegado del Gobierno en Cataluña, Joan Rangel, y el teniente coronel de la comandancia de la Guardia Civil en Tarragona, Laurentino Ceña, en un intento de tranquilizar a los vecinos de una zona castigada por los asaltos y donde las protestas se suceden.
El dispositivo desplegado durante la mañana de ayer fue contundente: sesenta agentes de varias unidades de Madrid y Cataluña, entre ellas los Grupos Rurales de Seguridad, con sede en Sant Andreu de la Barca (Barcelona), que han participado en casi todas las operaciones antiterroristas efectuadas en esta comunidad. Todos ellos apoyados por un helicóptero venido de Huesca. Este nutrido despliegue y la procedencia diversa de sus integrantes fueron esgrimidos por Joan Rangel, quien felicitó a la Guardia Civil, para contrarrestar las críticas que estos días hablan de escasez de efectivos y de falta de coordinación entre los tres cuerpos policiales que actúan en seguridad ciudadana.
Otra oportunidad de hacer frente a esas críticas la tendrán hoy los máximos responsables de la seguridad, ya que se reúnen en Barcelona el ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, y su homóloga en Cataluña, Montserrat Tura. Rubalcaba viaja a esta comunidad para presentar el contingente de nuevos guardias civiles destacados por la ola de robos.
El Consejo de Ministros conoció ayer un informe de Pérez Rubalcaba sobre la «estrategia frente a la criminalidad organizada», en el se concluye que los resultados obtenidos en 2005 y en el primer cuatrimestre de este año «avalan la eficacia de los planes operativos y de las medidas estratégicas puestas en marcha, como demuestra el descenso de los principales delitos que aparecen unidos a este tipo de delincuencia». En 2005 se desmantelaron 290 grupos de crimen organizado, con 3.925 detenciones y la incautación de más de 437 millones de euros, a los que se unen 2.000 detenidos en 800 operaciones contra el narcotráfico, con la incautación de 46,6 toneladas de cocaína y 646,7 de hachís.
Durante los últimos años, sin embargo, la política se ha desentendido del problema de la delincuencia, hasta llegar a enseñorearse ésta de la realidad española, como denuncia Manuel Martín Ferrand (véase en ABC su irrebatible artículo publicado hoy, que lleva por título Leyes contra el delito), con el verbo claro y su epíteto puntilloso:
Tanto es así que, en las televisiones, el tiempo dedicado a la crónica negra, a los sucesos, supera con amplitud el ocupado por los chafarderos de bragueta y husmeadores de la intimidad.
Los delincuentes se multiplican en número y perjuicios. Asaltos a viviendas, tirones callejeros, secuestros exprés, atracos a mano armada y cuantos etcéteras completan el catálogo de la más indeseable actividad están a la orden del día. Raro será el ciudadano que no tenga cercano algún ejemplo concreto y, al tiempo que crece el miedo de las gentes, disminuye, al menos en las apariencias, la eficacia represora que, antes que ninguna otra, justifica la existencia del Estado. Sin la debida seguridad la democracia no existe y ningún Gobierno puede justificar su trabajo.
Son muchos quienes, quizás para descargar su propia conciencia y eludir una responsabilidad que les afecta, atribuyen ese doloso crecimiento delictivo al incremento en el número de inmigrantes. Eso es algo tan xenófobo como distante de la realidad. En España se desarrolla el delito porque a los delincuentes les sale muy barato el serlo. Inmigrantes y nacionales saben que la torpeza redentora del llamado Código Penal de la democracia -uno de los grandes errores de González-Belloch- disminuye sus riesgos «profesionales» a poco más que nada. Esa es una verdad mostrenca que, de hecho, ya nadie discute y todos aceptan; pero, en un raro ejercicio de irresponsabilidad, se trata de parchear el problema -gravísimo- sin buscar soluciones de fondo.
Además de reforzar convenientemente los efectivos policiales, lo que más necesitamos para alcanzar unos niveles de seguridad ciudadana aceptables es un nuevo Código que, podado de fiebres progresistas, reconozca con mayor énfasis los derechos de los ciudadanos que los de los que tratan de perjudicarles. Es también preciso cargar las tintas punitivas y despejar ese capítulo «buenista», tan socialista él, en el que la comprensión del delincuente se antepone a la repugnancia que el delito debe inspirar en una sociedad sana. Aquí, los grandes delincuentes tienen prestigio social y, sin correr el riesgo del desdén, pueden aspirar a muchos honores y a todos los palcos en los que se cuece la malsana salsa de la influencia. No digo yo que se reinvente la pena de remar en galeras, pero tampoco que se olviden del todo los métodos expeditivos.
El control policial de la delincuencia constituye una de las más acreditadas estrategias de control de la incivilidad que, ineludiblemente, debe ajustarse a las modalidades que adopta la agresión humana en cada momento. Jaime Curbet, editor de Magazín Seguridad Sostenible, hablaba años atrás de la naturaleza y los límites de la estrategia autoritaria destinada a mantener la ley y el orden, que sólo pueden entenderse debidamente, aquí y ahora, en el contexto del desarrollo de, al menos, tres procesos interdependientes, que producen efectos amplios y profundos en nuestra sociedad.
El primero se refiere a la globalización que viene experimentando el crimen organizado gracias a su innegable habilidad para aprovechar las ventajas tecnológicas y comunicacionales que ofrece la nueva era de la información.
En segundo lugar, deberíamos atender a algunos de los síntomas de agotamiento que presenta la vieja fórmula del monopolio estatal de la violencia como panacea para la consecución de las condiciones de seguridad que requiere la convivencia cívica y que explica, en gran medida, la magnitud del fenómeno actual de liberalización (en el sentido de dispersión) de la violencia en la sociedad.
Finalmente, resulta imposible eludir el examen del impacto que viene produciendo en la vetusta organización policial la extensión, simultánea y en gran medida interdependiente, de los fenómenos sociales de globalización del crimen organizado y de liberalización de la violencia.
Si el Estado no sólo se ve burlado desde fuera por las redes flexibles del crimen, sino que también se está desintegrando desde dentro, el cambio de orientación en la política nos devuelve al inicio de este artículo. Desde ahí, meditando sobre “el total” de España, vemos más claramente que a la tradicional capacidad de los criminales para sobornar o bien intimidar a policías, jueces y cargos públicos, se le añade ahora una penetración más terrorífica y efectiva: el estallido generalizado y relativamente repentino de la política del escándalo en las democracias occidentales, la cual sugiere que el crimen organizado global pueda haber 'trufado' el mundo de la política y los medios de comunicación en distintos países.
Además, la delincuencia en las sociedades desarrolladas, después de un proceso de crecimiento sostenido durante los tres últimos decenios del siglo XX, parece haberse estabilizado en cotas elevadísimas que vienen a cuestionar también, en otro frente y con la fuerza de los hechos, la capacidad real de los aparatos de control social del Estado para asegurar espacios colectivos amplios y diáfanos que faciliten el pleno desarrollo personal de los ciudadanos. A esto hay que añadir, como efecto lógico, el auge experimentado en los últimos veinte últimos años de la seguridad privada; hasta el punto que, en algunos países europeos, los efectivos policiales dirigidos por compañías privadas ya igualan (es el caso de Dinamarca, Luxemburgo, Suecia o el Reino Unido) e incluso superan a la fuerza pública (en Polonia y Hungría la proporción entre policías privados y públicos es de 2 a 1). En España, el total de los efectivos de la policía pública, 179.400 en 1999, contempla desde su estancamiento, el aumento incesante de los efectivos privados, 71.500 en ese mismo año, es decir una cifra superior a la de la Guardia Civil y, por supuesto, a la del Cuerpo Nacional de Policía y, también, a la del total de las policías locales. Y en los cinco años más próximos el incremento ha sido paulatinamente mayor.
Al final, el Estado recobra su protagonismo y no puede verse burlado por la delincuencia ni el crimen organizado global. Integra una personificación que delimite desarrolladamente el uso de la violencia legal, con una capacidad de organización apta para enfrentarse a esta densa problemática, contra la que los nacionalistas simplemente no tienen salida. En verdad, la vertiginosa velocidad con que las redes flexibles del Crimen Organizado Global se mueven, adaptan, colaboran, pactan y transforman en un escenario sin fronteras y, por la otra, la oxidada ortopedia con la que las policías estatales/autonómicas siguen intentando (en realidad más preocupadas por mantener su franquicia emancipada que por alcanzar auténticos éxitos globales) armar instrumentos efectivos de lucha contra ese enemigo aparentemente inalcanzable, nos ponen ante la certeza de esas nuevas leyes y estructuras policiales de ámbito estatal que, con el “estilo ZP” y los “impulsos” de Pérez Rubalcaba, no llegarán a España con la celeridad requerida. Como en tantas otras áreas, el gobierno actual del PSOE ha de realizar cambios de estrategia, pero sobre todo de contenido.
Aires de La Parra
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