Los especialistas en el seminario Religión y política en el mundo contemporáneo, celebrado en julio de 1994 en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander, declararon que los nacionalismos son la nueva religión civil y pública, mundana y no trascendental. El sociólogo Salvador Giner se concentró en el análisis de los integrismos nacionalistas y sentenció que "los nacionalismos se han convertido en una religión civil pública, con la patria como altar". Este veredicto tuvo su propia bendición doctrinal católica en el marco del seminario por parte del obispo de San Sebastián, José María Setién, quien la esbozó en su ponencia Nacionalismo y religión en el País Vasco. Para justificar su solidaridad de católico con los nacionalismo, el prelado echó mano de la encíclica Pacem in Terris (Juan XXIII, 1963) y su capítulo dedicado a las minorías étnicas. "La ética", citó Setién, "debe decir algo en relación con la afirmación de la vitalidad y el desarrollo de las minorías y, en particular, en lo tocante a su lengua, cultura, tradiciones, recursos e iniciativas económicas. Cuanto se haga por reprimirlas viola gravemente los deberes de la justicia". A una pregunta de Salvador Giner sobre la posible existencia de una oposición entre el universalismo de la Iglesia y los nacionalismos políticos, el obispo donostiarra, tras efectuar una larga cambiada, salió defendiendo a los nacionalismos y reiteró que no todos son violentos. Incluso echó mano de estadísticas de la Conferencia Episcopal Española para desvincular a los católicos nacionalistas del terrorismo de ETA.
Ander Gurruchaga (cfr. La problemática realidad del Estado y de la Nación, Reis, Nº 49, pp. 114-120) no tiene ningún problema para descifrar las manifestaciones y mecanismos del conflicto nacional. Parte de la idea de que el proceso de contestación de las minorías nacionales se apoya en una interpretación de la idea nacional formulada por la intelligentsia de la minoría. En esa ilustración se pueden describir tres aspectos diferentes. El primero es la formulación nacional de una serie de ideales de libertad y justicia democrática. El segundo es la defensa de intereses en los planos económico, político y cultural, que vayan dirigidos hacia un inmediato aumento del bienestar. En tercer lugar, la idea nacional incluye un sobresignificado de las peculiaridades étnicas (lengua, historia, usos y costumbres, etc.) ligadas a la tradición. El significado de la formulación responde a la necesidad de la minoría de producir mecanismos diferenciales que, por una parte, garanticen la existencia de su realidad y, por otra, le permita distanciarse de la idea nacional segregada desde las agencias de socialización estatales. Los mecanismos más significativos que estas minorías han producido a lo largo de la historia pueden ser agrupados en tres factores: lingüístico-culturales, económico-sociales y políticos. Estos tres rasgos, examinados pormenorizadamente en sus respectivos capítulos para Cataluña y el País Vasco, son expresiones de la estrategia de alteridad que todo movimiento nacionalista periférico necesita para persistir y que responden a la imagen que el nacionalista tiene de su comunidad.
El separatismo catalán y vasco tienen explicación histórica y política de suficiente entidad como para no tener que acudir al mito o a la manipulación. Y desabrido es el recurso a éstos, principalmente porque introduce en el debate una irracionalidad constante, que inmediatamente se desprende en forma de reticencias españolas y desconfianza general frente a las finalidades últimas de los partidos nacionalistas.
Si nuestros aires quisieran negar la realidad española, nos bastaría con declarar que no existe hoy en este país una tentación separatista en determinadas fuerzas políticas, a las que se abrazan también sectores importantes de los partidos nacionalistas mayoritarios. Pero simultáneamente pecaríamos de exagerados si magnificásemos esa sugestión, porque en estos últimos, indudablemente, el cúmulo de intereses posee bastante más peso político que la cruzada ideológica. Aquí, no obstante, no podemos salirnos de la evidencia de que los conflictos raramente son producidos por mayorías, sino por grupos minoritarios capaces de influir en situaciones determinadas. Y, a la vez, tampoco resulta factible esbozar esta polémica en términos estrictamente racionales, pues, como sabemos, existen factores subjetivos, emocionales, que lo impiden.
El nacionalismo pactista, que se halla en CiU y en el PNV, tiene que contar siempre con la existencia de una cultura nacionalista agresiva, que convertiría a los no nacionalistas de sus comunidades en las primeras víctimas de una eventual proclamación de soberanía. Por este motivo todo dependerá de la política que apliquen los partidos con responsabilidades de poder. Y en España el futuro del sistema de partidos se encuentra en la evolución que puedan seguir las fuerzas políticas catalanas y vascas, entre las que CiU y PNV deben tener cotidianamente presente que su desbordamiento de los planteamientos tacticistas, que desde 1977 vienen manteniendo en el conjunto del Estado, por posiciones abiertamente radicales abrirían en todo caso la puerta a un conflicto de mayores proporciones. PSOE dixit.
Los separatistas españoles deberían responder honradamente a estas dos preguntas del profesor Lamo de Espinosa: ¿qué hay de malo en convivir con lo distinto?, ¿no es bastante más divertido que convivir sólo con réplicas clónicas de uno mismo?
Dice a este respecto la sagacidad del catedrático de Ciencia Política de la UNED Andrés de Blas que los separatismos vasco y catalán sólo pueden pensar en salirse con la suya por la violencia o por el cansancio de los españoles. Como por la violencia es imposible, siempre cabe esperar que cunda el cansancio entre los españoles. Entonces, siendo tal el empecinamiento de los nacionalistas, dispuestos a darlo todo por la patria, como en los cuarteles, no es probable que cejen. Bastantes españoles, cansados de tanta obcecación, y dispuestos a tirar la toalla, suelen argumentar con los sufrimientos que el aislamiento social produce en los miembros de las fuerzas de orden público. Y menos mal que los muertos no hablan. Si no, también invocarían a las víctimas de los atentados. Todo un panorama sombrío, pero sobre todo falso. El profesor Cotarelo da con el quid de la especulación, al advertir la carencia de dos nociones elementales en el razonamiento de los españoles cansados. La primera, que la condición de español no es sólo un pronunciamiento individual, sino una determinación colectiva, hecha por la historia. La renuncia a ella, por tanto, tampoco es sólo asunto personal, sino decisión común que no debe (si puede o no, es harina de otro costal) adoptarse bajo coacción. La segunda, que las tareas de las fuerzas de orden público raramente son agradables. Estas fuerzas son vehículo de la razón de Estado, cuando el Estado empieza a tener razones por ser democrático. Resulta innegable que el triunfo de los separatistas sólo es factible por el cansancio de los españoles. Ahora bien, los españoles cansados deben contar democráticamente con los no cansados. Es decir, han de convencerlos si quieren una mayoría para respaldar sus decisiones. Con lo que se llega al terreno que se quería evitar; esto es, reconocer que la posible independencia del País Vasco y Cataluña es un asunto de todos los españoles, no sólo de las partes.
En distintas ocasiones y con fines diferentes, las encuestas realizadas a la población vasca revelan, por encima de todo, un atronador "no" a la violencia. Han supuesto siempre la petición unánime de los ciudadanos vascos a la organización etarra para que deje las armas. En múltiples trances se les ha preguntado: "¿Actualmente es usted partidario o no de que ETA abandone la lucha armada?". Así de escueto, sin calificar ni adjetivar las siglas, y sólo recalcando el "actualmente" para dar a entender que no se preguntaba nada por el pasado, sino desde esas fechas en adelante. La respuesta ha resultado categórica: alrededor de 94 de cada cien vascos se declaraban partidarios de que ETA dijera adiós a las armas; 3 querían que continuara y otros 3 se apuntaron al "no sabe/no contesta". Además la presencia etarra era juzgada como negativa por el 77 por 100 de los vascos. Es un dato de gran valor, al considerar que únicamente una de cada cinco personas favorables a la independencia opina que la existencia de ETA ha sido beneficiosa para su país.
En febrero de 2006 el presidente Rodríguez Zapatero y sus asesores, al igual que Mariano Rajoy y los suyos, enfrentados hasta la última hipótesis en la cuestión de la negociación con ETA y la desaparición de esta organización terrorista, deberían leer, para quitar dudas y evitar tensiones, un libro publicado hace unos años por Aranzadi, Juaristi y Unzueta. Esta obra lleva por título Auto de Terminación, y la editó El País/Aguilar en 1994. Si leemos con detenimiento la parte tercera de este libro y centramos mejor las variadas perspectivas, evitando la euforia de unos (el Gobierno socialista de hoy) y el pesimismo de otros (la desconcertante postura del PP, vendida a su estrategia electoral conservadora), comprenderemos que –como subraya Juan Aranzadi- "a lo largo de la postguerra, y especialmente en las dos últimas décadas, el criterio demarcador de las fronteras de la comunidad vasca ha venido siendo la denegación al Estado español del monopolio de la violencia legítima, denegación activamente manifestada en el rechazo a las FOP y en la que ha jugado un importante papel de reforzamiento e intensificación el terrorismo etarra”.
La acción armada de ETA ha tenido como efecto principal la elevación a la categoría de mecanismo de dicotomización étnica de la denegación al Estado del monopolio de la violencia legítima. Este es un efecto explicador del empecinamiento etarra en impedir por todos los medios la recomposición democrática de la legitimación del Estado, pues tal logro presupondría el desvanecimiento de dicho artificio y con ello la merma de identidad étnica, la fractura y disgregación de la comunidad vasco-nacionalista.
Desde 1959 hasta el presente sólo dos rasgos han caracterizado a cuantas ETAs han habido: la independencia de Euskadi como objetivo final, y el recurso al activismo violento. En efecto, un análisis de su evolución ideológica nos muestra el incólume esqueleto dogmático: "Euskadi es una nación, ``la única patria de los vascos´´, que alcanzará su independencia por la vía de la violencia". Este armazón, que ha necesitado asimilar, de forma más o menos sincrética e inarmónica, las más variadas ideologías modernas (desde el etnismo lingüístico al anarquismo, pasando por todas las variantes del socialismo y el marxismo), sigue permanente e inalterable y el inevitable cuestionamiento de alguno de dichos pilares efectuado desde los presupuestos teóricos de nuevas ideologías asimiladas ha derivado en la expulsión o el abandono de ETA. Destaca en esa evolución teórica como uno de sus portes centrales el de los diversos cambios en cuanto a la teorización de la violencia, desde el guerrillerismo tercermundista en su versión maoísta, guevarista o fanonista (de Franz Fanon, teorizador de la violencia anticolonial), hasta las desiguales, intrincadas e incluso barrocas formas de racionalizar la presunta articulación de la lucha armada con la lucha de masas, del activismo violento con la lucha de clases.
"No es exagerado decir", discurre Aranzadi, "que el recurso a la violencia constituye el acta de nacimiento de ETA y su permanente mecanismo de autoafirmación e incluso el móvil último condicionante de su evolución ideológica, pues no deja de ser sintomático que el maoísmo y el guevarismo -especialmente en sus aspectos de teoría político militar de la guerrilla- penetran en ETA mucho antes que el marxismo propiamente dicho". Desde su nacimiento se organiza ETA con un frente militar y, cuando le inquieta su primera crisis, que se salda en torno a la V Asamblea, queda instituida permanentemente la fórmula de la vía rápida del activismo violento. Justo a partir de entonces, en cualquier debate, discusión o conflicto ideológico etarra las armas siempre acaban llevando la "razón". Es el frente militar, en definitiva, el que de modo consecuente con la trama ha terminado por monopolizar las siglas.
La denuncia de la absoluta carencia de conexión entre los actos violentos de ETA y las teorizaciones que los inspiran y pretenden darles sentido no necesita que recurramos a decenas de páginas. La verdad en esta dirección es que "nadie que no sea un iniciado en la esotérica ciencia de la interpretación de las acciones y atentados etarras acertaría ni una en el hipotético juego que le propusiera emparejar cada uno de los actos violentos cometidos por ETA a lo largo de su historia con las teorizaciones diversas que los motivaron y con los ``significados´´ que la organización les asignó, tarea especialmente difícil cuando se trata de interpretar acciones presuntamente articuladas con la lucha de masas"
Debería sonrojarles y hasta ponerles en trance depresivo irreversible a los autores de las "explicaciones". Prueba evidente de que esas acciones carecen de significado intrínseco es que sus autores tienen que explicarlas. Es aquí donde vuelve a situarse la ridiculez de lo que termina Otegi de llamar “lecturas parciales”. Y de parciales –en cuanto injustas o fragmentarias- no tienen nada. Desde siempre, contra el convencimiento sanguinario de los donceles de esa organización terrorista, a la que se quiere perdonar muchos de sus horrores incluso quebrantando la acción equilibrada de la justicia –y por aquí no traga ningún ciudadano en su sano juicio-, al pueblo llano le ha chocado que, encima, ETA hubiera descubierto que el único significado de sus acciones estaba en que las ejecutaba ella. Antes de esa postura ETA elegía sus víctimas en función de sus presuntas características sociopolíticas, pero desde 1992 se han atribuido esas características a sus víctimas porque las ha matado ETA.
De ahí que la cuestión esté en el año 2006 en si la sociedad española está o no dispuesta a aceptar una paz que deje desamparadas a las víctimas de los asesinos etarras, orilladas en el lado sombrío de la euforia, como denunció Ignacio Camacho:
El presidente del Gobierno ha diseñado una paz que se parece demasiado a una rendición en la medida en que los causantes del mal pueden resultar premiados con la única condición de dejar de hacerlo, mientras los que han sufrido la amargura del dolor no tengan otra recompensa que el silencio.
La «guerra» terrorista la iba ganando el Estado, pero esa victoria requería paciencia y sufrimiento, tenacidad y entereza, y carecía de una escenografía políticamente rentable. Zapatero, que apoyaba esa estrategia desde la oposición, quiere ahora una foto-finish con la que pasar a la Historia, y parece dispuesto a cambiar las reglas del juego. Poco a poco vamos conociendo, o intuyendo, las condiciones del armisticio: Batasuna volverá de un modo u otro a la política y los presos de ETA encontrarán resquicios por los que filtrarse hacia la libertad.
Lo que no se sabe es qué va a ocurrir con las víctimas. O sí se sabe: quizá tengan, como la viuda de Barreto en Azcoitia, que cruzarse por la calle con sus verdugos y agachar la cabeza. El mensaje que reciben de los hechos es que después de haber puesto los muertos tendrán que volver a sacrificarse sin obtener siquiera la reparación de la justicia. Lo que queda pendiente es saber si la sociedad española aceptará esa ignominia a cambio de ver despejada la amenaza del terror. Zapatero parece convencido de que sí, de que después de las manifestaciones y las protestas se impondrá la fuerza del pragmatismo en una ciudadanía acomodada y refractaria a los compromisos de firmeza. Y puede que no esté equivocado.
Pero también puede que sí lo esté. Que los años de plomo hayan marcado la conciencia colectiva con una cierta rebeldía moral. Que la gente no trague ante la perspectiva de ver a los asesinos en la calle y a sus cómplices en el Parlamento y en las instituciones. Que la herida sea demasiado profunda para cicatrizar en una foto. No vamos a tardar mucho en comprobarlo porque el presidente traslada a quien le quiere oír que tiene el salón dispuesto y la orquesta a punto para empezar su peligroso baile con los lobos. De momento ha ganado una baza poco perceptible: de proclamar que nadie pagaría un precio por la paz, hemos pasado casi sin darnos cuenta a discutir la factura.
La causa de la violencia etarra no avala la fuerza moral de ZP de acabar con la banda, ni las lecturas parciales simultáneas de Otegi, porque el factor independentista posee altos sesgos de una violencia abstracta e intrínseca, per se, de los etarras.
Han creído que todo radicaba en imitar lo que para otros y en otros países había resultado eficaz. Su exiguo conocimiento politológico no les indujo a pensar que el asunto debía también sopesarse en términos estrictamente instrumentales de medios y fines concretos y encadenados. A ellos les bastaba con la fe en la eficacia mágica de la violencia per se. Con esta desconexión entre el fin último de ETA, la independencia de Euskadi, y la realidad concreta de que se parte, una vez escogida la violencia como medio, su simple aumento cuantitativo se convierte para ella en finalidad única y exclusiva, y queda enredada "en un permanente círculo vicioso según el cual la finalidad de la lucha armada y de ETA como organización es, pongamos por caso, el aumento de la conciencia nacional vasca, pero el único criterio para medir ésta es el apoyo a ETA y a la lucha armada" (Aranzadi).
La violencia terrorista aspira a ser, en tanto que medio, una violencia fundadora de derecho, contrapuesta, en la terminología de Walter Benjamin, a la violencia conservadora de derecho o violencia al servicio de fines legales. A este respecto es revelador la continua invocación de la primera ETA a una legalidad vasca contrapuesta a la legalidad estatal española y francesa, así como su obsesión militarista por presentarse como ejército popular, en un intento más o menos consciente por ampararse bajo la función fundadora de derecho históricamente satisfecha por el uso guerrero de la violencia.
Pero las palabras mágicas (amnistía, presos, caídos, luchadores patriotas) remitían todas -lo mismo que hoy- a una épica heroica fuertemente teñida de necrofilia y de mística sacrificial, conforme a la definición de Aranzadi. Y ahí está también el sustrato de la etnicidad vasca para ese abertzalismo, tal como confiesa sin ambages Beltza en Nacionalismo vasco y clases sociales, cuya exposición remite a la Causa vasca, que se ha hecho sinónima de las luchas por su causa; no necesitando ser justificadas, en cuanto medios, por aquel fin. Por el contrario, son ellas, convertidas ya en fin autónomo, las que justifican su presunto Fin, la Causa misma. Contra esta última está la razón pura y ordenada de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, que deja con los pantalones bajados a esos horrendos ídolos de pacotilla, principalmente porque como la Historia –con mayúsculas- ha demostrado, mal que le pese a ZP y a sus negociadores con la banda, declinan cualquier propuesta del abrazo, que sólo consideran los que han olvidado que los etarras no han combatido con el valor y la nobleza de los carlistas, por ejemplo. En esta situación, lo que se propone, desde las voces que no se escuchan, es que se entreguen las armas y, sólo a continuación, la democracia dé una salida a sus vidas sombrías y humanice a esos cínicos portavoces de la barbaridad, tras una retractación sincera ante todas las AVT.
Aires de La Parra
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