Hacía fuerza en nuestros ánimos dejar un espacio para hablar del 23-F hoy, cuando se cumplen 25 años de aquella jornada del 23 de febrero de 1981 en la que diversos grupos de militares y guardias civiles intentaron un golpe de Estado contra la naciente democracia española. A fe que el tema y sus circunstancias merecían un análisis poco juguetón, serio y de profundo contenido, pues ese día los generales Armada, Milans del Bosch y Torres Rojas, junto con una treintena de coroneles, tenientes coroneles, comandantes, capitanes, tenientes y suboficiales, al mando de varios contingentes, tomaron el Congreso de los Diputados, donde los asaltantes interrumpieron la votación para la elección de Calvo Sotelo (UCD) como presidente del Gobierno y secuestraron durante catorce horas al Gobierno. Al mismo tiempo, los sediciosos se desplegaron en Valencia con carros de combate y hubo intentos de controlar áreas estratégicas de la capital. Fue el último pronunciamiento militar habido en España, en la más pura tradición del XIX, cuando hubo medio centenar de intentonas.
A pesar de que la historia tiene todavía algunas cuestiones que despejar, en estos instantes, un cuarto de siglo después de aquel 23-F, España goza de buena salud democrática y, como tampoco se avista posibilidad alguna de que pueda repetirse un hecho análogo, después de leer, repasar y beber en las buenas fuentes que salpican nuestros hontanares, comprobando los cientos de medios de comunicación y de blogs que hacen profundos y sagaces comentarios sobre ese incidente, nuestros aires no han querido voltear alrededor de él, pues no pasaríamos de repetir lo dicho y fraguar literatura irregular e incluso frágil.
Entonces, puesto que la actualidad tampoco nos ofrece un tema que valga en sí mismo para alterar los tonos ideológicos de nuestro presente, hemos abierto la carpeta de “asuntos pendientes”, y automáticamente nos ha dejado ante un artículo muy cabal del periodista Arsenio Escolar. Data del 6 de enero de 2006 y contiene unos datos tan reveladores que los Aires de La Parra recuerdan a menudo en fechas como la que estamos viviendo. Esa sucinta crónica, a la que su autor titula De qué hablan nuestros lectores, dice lo siguiente:
La estadística de las cartas que nos envían los lectores es una de las herramientas que más usamos en 20 minutos a la hora de decidir los contenidos del diario. Las cartas (y los comentarios en los foros abiertos bajo cada noticia de 20minutos.es) nos dan pistas sobre los asuntos que interesan o preocupan más al público, que muchas veces no son los que nos interesan a los periodistas.
Me acaban de pasar las estadísticas de las cartas que recibimos durante 2005 en Madrid (donde según el Estudio General de Medios -EGM- tenemos 1.019.000 lectores diarios, casi la mitad de los 2.298.000 con que contamos en total) y en Barcelona (640.000 lectores diarios).
En Madrid recibimos en total el año pasado 28.189 cartas. El 92% de ellas por e-mail, un 4% por fax y otro 4% por carta. El 2004 habíamos recibido 24.680. El 86% por correo electrónico, el 8% por fax y el 6% por correo tradicional.
En Barcelona nos llegaron 10.694 cartas durante 2005, y también el 92% de ellas por e-mail.
¿Y de qué hablaban los lectores? Tanto en Madrid como en Barcelona, sobre todo de la vivienda, de la inmigración, del transporte público, de la sanidad, del empleo, del coste de la vida, de los impuestos, de política...
Os seré más concreto. Los temas que más cartas provocaron en Barcelona fueron el Estatut (203 cartas), el derrumbe del Carmel (145), el Papa (133), el uso del catalán y el castellano (115), la LOE (90), el Barça, el pago por aparcar en la calle, las bodas gays, la infanta Leonor, los atentados de Madrid y de Londres, el tripartito, la sequía, las cacas de los perros, la narcosala, la guerra de Irak, la tele, los minipisos, el gamberrismo urbano, el top-manta, la ley antitabaco, el caso Jokin, la candidatura olímpica de Madrid...
En Madrid, los coches abandonados (1.060 cartas), el Papa (516), la LOE (257), la huelga de Cercanías (204), los atentados del 11-M (161), el derroche de agua (160), la candidatura olímpica (147), los atentados de Londres (106), el incendio del Windsor, las obras, la tala de árboles, los minipisos, las tallas de la ropa y de los zapatos, la subida del IBI y de otros impuestos, las listas de espera médica, la Iglesia, la infanta Leonor, el top-manta, la guerra de Irak, la tele, la ley antitabaco, las bodas gays...
Y muchas, centenares de cartas en ambas ciudades, hablan de nosotros, del periódico. Para felicitarnos y para darnos collejas.
El artículo fue muy bien acogido y, por si fuera poco, ahondó la espontaneidad de los lectores con unas opiniones aleccionadoras. Sí, instructivas y edificantes porque, junto a la felicitación para el autor, reclama –con la voz muy incisiva de varios de sus leyentes- la necesidad de un medio independiente y gratuito como lo es ese diario y el de todos, 20 minutos. Un contraste radical con ese otro medio que, pese a la desaparición de su pérfido director adjunto, hoy está convertido en la voz oficial del gobierno socialista y del poder socio-bonista (encarnado en estos instantes por la muchachada de Barreda) en Castilla-La Mancha: El Día-CNC, conducido desde el Grupo de Comunicaciones cuyo horripilante entrometimiento nos entumece para pronunciar siquiera a sus dueños. Pobre en contenidos hasta la extenuación; desligado de sus lectores hasta lo impensable (la vacuidad de las cartas al director que publica valen como estudio de caso negativo en las Facultades de Periodismo de media Europa); de estética anticuada hasta la irreverencia; insolente en su cortísima opinión hasta lo impronunciable; comprado publicitariamente y articulado a veces hasta el ultraje por los políticos montados en el carro del poder y los empresarios que le ayudan a su sostenimiento; pero, por encima de cualquier otro calificativo, malo, malo, malo, ahí pasa como el más “alquilado” por estos lugares (y, si no, para demostrarlo, sólo basta ver las páginas centrales de publicidad inmobiliaria y las últimas de anuncios; acompañadas de las fotografías con las que un día sí y otro también martiriza a sus lectores con las caras y la pérdida de tiempo indecente de los políticos de la zona). Verdaderamente, estos últimos, los políticos de la zona atestiguan su falta de profesionalidad y de dedicación al cargo, en suma, su poca valía, pues bien sabemos que mientras pierden el tiempo en declaraciones y actos festivos, exponen su corto bagaje laboral y la impericia organizativa en las cuestiones o los asuntos públicos.
Por eso, desde hoy hemos situado en la Plaza Mala de nuestro blog a los “políticos de la foto”, un encaje implícitamente nominal –basta con acudir a El Día o la CNC, o a El País, Avui, Deia, ETV...- que, a la vez que sustraen a los respectivos lectores o televidentes de una calidad demandadora de más y mejores expertos sobre ciertos temas (ciencia y tecnología, sanidad, educación, urbanismo, etc.), permite comparar lo que realmente hacen nuestros inútiles políticos. Estos abundan por doquier, no es que sean una clase especial en los suelos castellano-manchegos, como acaban de demostrar igualmente los “padres de la patria” hoy mismo en el Congreso de los Diputados, que han estado a punto de no llegar a un compromiso a la hora de redactar un acuerdo institucional con motivo del vigésimo quinto aniversario del 23-F.
Ahora, cuando tenemos la posibilidad de utilizar como vía de comunicación para encontrar soluciones el Periodismo Ciudadano Participativo, que nos ofrecen gratuitamente 20 minutos y otros muchos (Vistazoalaprensa.com, elplural.com, Periodistadigital.com ...), estorban las soluciones de la mala Prensa y la truhana televisión. De lo contrario, si no mejoran en calidad y en independencia, hay que darles la espalda a los medios “dependientes”.
Contaba el historiador Justo Serna que allá por 1997 apareció un volumen que hizo fortuna, tal vez por lo expeditivo de su título: Cuatro buenas razones para eliminar la televisión. Si apagamos el tubo catódico definitivamente -decía Jerry Mander-, podremos evitar los males que nos ocasiona. Según ese diagnóstico, la televisión vendría a ser un estupefaciente, algo que provocaría adición, fantasía hipnótica, confusión entre realidad y ficción. No habría usos diferentes del medio, añadía Mander, sino una recepción igual para un público distinto y distante, afectado sin remedio, sin freno, como un tóxico.
Cuatro años después, en el verano de 2001, relata Serna que en una sección apartada y recóndita de la prensa podía leerse una significativa noticia de agencia. A los niños de Rietheim -se decía-, una población del sur de Alemania, se les prohibiría a partir de entonces los libros de Harry Potter. ¿Por qué razón? Porque el consejo de la comunidad evangélica había decretado por mayoría que las aventuras de este jovencito eran perjudiciales para los más pequeños: podían inducirles a creer en la magia y en los espíritus, aseguraba Christopher Schoell, uno de los miembros del consejo. Comentarios semejantes había oído el propio Serna entre católicos de aquí, entre creyentes locales, personas sensatas que se incomodan, al parecer, con los poderes de Potter. Por eso objeta nuestro profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia:
Hay una curiosa coincidencia en los argumentos de Mander y Schoell, a pesar del tiempo transcurrido y de los asuntos diferentes que tratan. Según esos diagnósticos, la televisión y Harry Potter serían una suerte de fármaco, una vía de escape, un filtro que nos sacaría de nosotros mismos, un estupefaciente o una fantasía que nos dilataría, que nos haría perder el control, que nos haría convivir con espectros. La verdad, esos escrutinios se me antojan apocalípticos, pero, lejos de rechazarlos sin más, creo que hay que considerarlos porque aciertan involuntariamente en lo básico, aunque yerren en sus consecuencias. Creo que, en efecto, más allá de sus evidentes diferencias, la televisión y Harry Potter dan salida a una necesidad similar: nos hacen convivir con realidades espectrales, con fantasmas obstinados que forman parte de esa dimensión oculta que está en la realidad y que, sobre todo, está en nosotros, en la psique humana, en esa zona de sombra que también nos constituye. Lo oscuro está en mí, las potencialidades están en mí, pero los fantasmas también, los ideales del yo que me sirven de dique, de expansión y de tutela, los modelos a los que me atengo y con los que me compongo. Entiendo, en efecto, que un clérigo -alguien que, a la postre, vela por la salud de nuestra alma- se sienta incómodo ante los poderes de Potter: al fin y al cabo, son prodigiosos y sus logros no son inferiores a los de un buen milagro de la competencia. Pero hay una pequeña diferencia.
El buen consejero alemán no sabe leer, cree literalmente en los poderes de Potter y piensa que sus infortunados niños no están preparados para distinguir la ficción del mundo empírico. Sorprende la incapacidad hermenéutica que manifiesta, pues hasta el propio Harry, el niño naturalmente dotado de poderes, desconfía de la fantasía, de los magos y de los prodigios y sabe que no nos podemos fiar de las soluciones milagreras. Nuestros jóvenes lectores no leen a pies juntillas confundiendo los espectros con los seres auténticos, pues están investidos de una cualidad crítica que les permite desconfiar de las invenciones. En cambio, lo que Christopher Schoell hace es reproducir los argumentos que se han formulado históricamente en contra de toda ficción: que nos obliga a vivir vidas que no son las nuestras haciéndonos creer en lo que no existe. Admitamos que lograr ese propósito sea la meta de la ficción: suspender el descreimiento de los lectores es el requisito a partir del cual el fabulador erige un mundo posible, empíricamente inexistente, pero que le aceptamos porque nos hace dilatarnos más allá de la vida previsible que nos ha sido concedida. Sin embargo, sus efectos no son perdurables, simplemente porque, después del paraíso artificial, regresamos a la vida de vigilia, tan inhóspita, tan ordinaria, tan esquiva.
(...) lo que Mander no tiene en cuenta es que sus argumentos en contra de la televisión (que si es un tóxico, que si es un estupefaciente, etcétera), de ser verdaderos no son nada originales porque ya se emplearon contra las novelas, contra las ficciones, contra la lectura privada, silenciosa e hipnótica. Pero hay más. Así como no hay dos lectores iguales que respondan al mismo estímulo con la misma respuesta, tampoco hay dos espectadores cuya fruición televisiva sea idéntica. Pues bien, lo que Jerry Mander pretende decirnos no es que haya dos telespectadores iguales: lo que pretende decirnos, nada menos, es que todos respondemos de la misma manera al mismo estímulo porque el medio provocaría idénticos efectos. Pero si algo ha probado la historia cultural, es justamente lo contrario, la vastedad de respuestas, los modos diversos que tenemos de emplear los mismos artefactos, los frenos que instintivamente oponemos a lo que nos desmiente o incluso a lo que nos gratifica.
(...) ¿Qué nos prometen Jerry Mander y Christopher Schoell?, podríamos preguntarnos nosotros. ¿Una eternidad de cincuenta, sesenta o noventa años por vivir, sin riesgo y sin espectros?
A estas cuestiones responde Justo Serna diciendo que “lo que debemos hacer es pecar” (darnos la oportunidad de equivocarnos), esto es, acaba de salir otro volumen de Harry Potter, pues leámoslo, y encendamos también el tubo televisivo. Pero mucho cuidado, como decíamos más arriba, no nos empachemos con lo malo, ni hacerlo todo a la vez, que hay tiempo suficiente para todo, y en nosotros está separar la calidad de aquello que nos produzca diarrea mental. La máxima ha de ser: siempre positivo, nunca negativo.
Aires de La Parra
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