Nuestros aires, liberales –en “lo político”, no en “lo económico” ni en “lo social”, pues en este último ámbito son incluso más avanzados que los socialdemócratas y su ya superado bienestar social- y progresistas hasta donde el máximo ideológico puedan llevarnos, se ven inducidos a criticar más a menudo de lo que quisieran la acción de gobierno de ZP. Principalmente por los errores de bulto que va cometiendo al compás de los días y a marchas aceleradas; tan veloces, que ese periodista singular –y respetado como pocos- que se llama Manuel Martín Ferrand ya ha empezado a calificarlo de “don Tancredo” en el escenario de la política española de hoy: “El presidente, en el redondel, no deja de recibir grandes jarros de agua fría lanzados por sus adversarios, e incluso por sus teóricos colaboradores y díscolos conmilitones, y, para quitarle hierro a la situación, el leonés sonríe con la mueca que ya forma parte de su fisonomía oficial y le da gracias a Dios por la abundancia y oportunidad de las lluvias. Vamos hacia la catástrofe, pero muy contentos y sin descomponer la figura”. Y, como se deduce de la carta de Consuelo Ordóñez, publicada hoy en ABC a la hermana del político Gregorio Ordóñez, asesinado por ETA, los ataques no cesan:
....«Los rojos», claro. En junio estuvimos reunidas en Moncloa las asociaciones de víctimas del terrorismo periféricas, otro compañero y yo, representando a Covite. Fue allí y al comienzo de esa reunión, cuando el presidente se dispuso a dar inicio a un discurso, y entre los primeros párrafos, algo escucharon mis oídos que chirriaron de forma estrepitosa, y fue cuando el señor Zapatero tuvo la osadía de decirnos, sin venir a cuento, claro, cómo a su abuelo lo habían matado en la guerra los nacionales. Lo siento, pero tuve que interrumpir en ese momento su discurso, y le espeté «y a mi abuelo, los rojos». Alzó su mirada hacia mi persona, y continuó como si nada.
Esta mañana en la radio he oído cómo en la reunión del viernes pasado en la que recibía a los organizadores del Congreso de Víctimas del Terrorismo, se encontraba María Jesús González, de todos conocida, y cuando le contaba al presidente que su hija (Irene Villa) y ella todavía se preguntaban «¿por qué nos ha pasado esto?», éste respondió que también a su abuelo lo habían matado en la guerra.
¿Se hace el tonto nuestro presidente? Porque, claro, cuando una persona con su responsabilidad suelta una comparación de este tipo, no es más que una metedura de pata inmensa, y que tiene tan fácil respuesta como «y a mi abuelo los rojos» por lo que, si fuera un poco más inteligente, se lo callaría para siempre, o al menos tendría la delicadeza de no soltarlo nuevamente en otra reunión con víctimas del terrorismo.
A mi abuelo, señor presidente, lo mataron «los rojos», se lo repito, y no en la guerra. Mi abuelo no era soldado, era «tratante» que había cometido el delito de prestar dinero a un indeseable, que, para ahorrarse la devolución de tal dinero, acusó a mi abuelo no se sabe muy bien de qué, y se ahorró devolvérselo. Y como en esa época «los rojos» de la zona acostumbraban a sacar de sus casas a personas inocentes y a fusilarlas en las cunetas, a mi abuelo también le tocó, como le tocó a su mejor amigo, un médico de irreprochable fama de Gandía y, cuando se encontraba mi abuelo quitando la placa de su casa por petición de su viuda, es cuando vinieron a por él los milicianos rojos y se lo llevaron. Con lo cual yo, señor presidente, tampoco he podido conocer a mi abuelo, y también mi abuela se quedó en una precaria situación con tres niñas pequeñas, siendo una de ellas mi madre. Mi abuela después de la guerra deambuló cada vez que la avisaban de que abrían una fosa común, hasta que al fin logró encontrar a mi abuelo, por lo que su amigo el médico y mi abuelo no fueron los únicos que «los rojos» asesinaron.
Sólo que a diferencia de la suya, mi madre no sólo perdió a su padre, sino que también perdió a su hijo.
Mire, mucha gente que me conoce del País Vasco, y que han sido mis mejores amigos en los «malos tiempos» y todavía lo siguen siendo, no conocen esta historia que usted me ha obligado a contar hoy aquí. Estos amigos luchadores incansables por la libertad, Rosa, Oli, Merche, Aurora, Carlos, Fernando, José Luis, Ana, Mikel... no puedo, como comprenderéis, decir los nombres de todos, defensores todos ellos a ultranza de la vida, aun a riesgo de perder la suya, como les ha pasado a algunos de ellos. Mi amigo Joseba, o mi amigo Poto, son de «izquierdas» de toda la vida, de la que viene usted. pero que afortunadamente no se le parecen en nada a usted.
Con ellos he estado todos estos años, en la calle reivindicando nuestros derechos más elementales negados en ese pueblo, «el vasco», que tanto sufrimiento me ha causado a mí y a miles de personas. De ellos he aprendido todo, a transformar mi odio en lucha constructiva e inteligente por la Democracia. A ellos los llevo en mi corazón aun estando a seiscientos kilómetros de distancia. Ni ellos ni yo hemos tenido nunca el más mínimo prejuicio que haya impedido nuestra amistad.
Pues bien, sólo decirle que usted no se parece en nada a esta gente, y que con usted no hubiera sido posible que en el País Vasco tantas personas con pasados tan diferentes nos hubiéramos unido para hacer frente a esa ignominia llamada terrorismo nacionalista.
Gracias desde aquí a todos vosotros, luchadores de la libertad y de la democracia, y gracias a usted, presidente, por no haber vivido en el País Vasco, porque si todos fuéramos sectarios como usted esta lucha en común y que tantos frutos nos trajo no hubiera sido posible.
Con usted estamos retrocediendo a velocidades supersónicas en la derrota del terror, y parece que con usted y ese extraño proceso de normalización y de paz que quiere sacar adelante con la ayuda inestimable del nacionalismo, acabaremos viendo lo que sus compañeros del País Vasco o su vicepresidenta nos han anunciado, y es que en este partido en el que nosotros ponemos los muertos, empatemos. Sólo espero que alguien lo remedie, y que volvamos a esos tiempos en los que en el País Vasco por lo menos estábamos juntos todos los luchadores por la Libertad.
Los fines buscados por esa forma de "beligerancia" no convencional pueden tener fines políticos, religiosos, culturales y lisa llanamente la toma del poder por un medio totalmente ilícito. Por dichas causas, el mundo se ve sacudido diariamente con noticias de atentados producidos en la vía pública, donde pierden la vida gente inocente y totalmente ajena a esa conflagración o intereses diversos.
Hay una “definición militar” del terrorismo: "…serie de actos de violencia, destinados a infundir terror por medio de la eliminación de personas. Crea un estado físico y espiritual que prepara a la población para su captación y conquista y que facilita su dominación. El terrorismo tiene un objetivo aparente y sin mayor sentido en sí mismo, como es la difusión del miedo, pero su finalidad real pasada es ,juzgar al pueblo, a través de la aplicación de un metodología activa y esencialmente torturante".
Entonces, estamos antes con Carmina Ordóñez que con ZP, porque el hecho terrorista nos revela su distancia respecto al acto de guerra, en el que predomina el "efecto objetivo sobre el enemigo", o sea, el daño físico infligido; mientras que en aquél lo decisivo es la reversión subjetiva de la acción: el ser él (el terrorista) y no otro el agente parece esencial al contenido. Para los miembros de los comandos Barcelona, Madrid, Vizcaya..., al menos, tanto como su efecto en el matado cuenta su efecto sobre el matador; sus muertes, en efecto, tienen que ser "muertes firmadas". Igualmente el terrorismo posee una función intencional de insulto, como previno Aranzadi, que queda descubierta en que, al revés del soldado -cuyo fin está en "el quebranto físico que causa al enemigo"-, el terrorista en su acción no intenta golpear un cuerpo, "sino afrentar un nombre". Es decir, según escribió Rafael Sánchez Ferlosio, el matonismo etarra trata "de humillar simbólicamente, en las insignias que lleva su víctima, el poder que representan".
Al soporte teocrático y mitológico en que se apoyan sus armas le sientan bien los insultos y sacar de quicio a los ciudadanos. Tras muchas de sus acciones de terror, al principio de la democracia la gente hubiera salido con sogas para ahorcar al primer vasco o a quemar cualquier coche con matrícula vasca. Hoy ya no. Maldicen a sus autores y protectores, pero se compadecen de ellos porque sus únicas obras son las tumbas y su sola ganancia, la muerte. ¡Pobres desgraciados! Sólo han aprendido de los antiguos revolucionarios, honestos y nihilistas el turbulento encanto del terror, y la consciencia de que un pistoletazo vale más que una ideología. Entrados ya en el siglo XXI, siguen embarrados con Kropotkin, pensando que un solo acto de terror es mejor que mil panfletos. Pero los antiguos revolucionarios no atacaban por la nuca. Eso es cosa de mafiosos. Esos cobardes de la ETA han actuado con la impunidad de los que se saben protegidos por un Estado democrático y una Constitución que abolió la pena de muerte. Sí, los etarras, que han intentado levantar patria sobre los cementerios de los niños, carecen de cualquier prejuicio humanitario. A menudo les hemos visto ampararse en las sotanas, espuriamente amilanados, soltando como loros primitivos su política rudimentaria y su discurso arcaico. Como nazis caseros intentan, sin lograrlo lógicamente, volar toda la envergadura de la libertad. Raúl del Pozo (cfr. Su artículo Sangre, Diario 16, 7-2-92, pg. 64).les recordó con agudeza que "odian a los españoles y son ellos los más españoles, en el peor de los sentidos: carlistas, integristas, fundamentalistas, intransigentes, patriotas". ¿Y qué si no, cuando prefieren las cadenas a la democracia?
El uso de la violencia etarra al servicio de fines legales nos revela la continua invocación de la primera ETA a una legalidad vasca contrapuesta a la legalidad estatal española y francesa, así como su obsesión militarista por presentarse como ejército popular, en un intento más o menos consciente por ampararse bajo la función fundadora de derecho históricamente satisfecha por el uso guerrero de la violencia.
En un Estado de derecho como el que, por fortuna, disfruta España, las negociaciones políticas que plantea ETA se hacen difíciles de imaginar. Lo serían si la legitimidad de las instituciones llegase a ser tan cuestionable como la de los terroristas. Y esto está fuera de la realidad. Sería absurdo considerar que esa pudiera ser la situación de Euskadi tras celebrarse más de dos decenas de elecciones que han puesto de manifiesto el carácter minoritario de quienes reconocen que sus votos lo son a ETA. Por supuesto que a ETA no hay que convencerle de que esa negociación es imposible, pues bien sabe que, al condicionar el abandono de las armas a la aceptación de una tal negociación, son escasos los riesgos que corre de tener que abandonarlas. Tal negociación consiste en que el Gobierno español acepte el programa político de ETA y Batasuna (ilegalizada) a cambio de que la primera deje de matar. La predecesora de ésta, Herri Batasuna, encargó a comienzos de 1994 a una comisión la sustitución de la famosa alternativa KAS -que data de 1976- por otra más acorde con los tiempos. Sin embargo, años después no hay otro planteamiento, que, en todo caso, sería incongruente mientras éste siga siendo que deberá ser aceptada para que ETA deje de matar. Ningún Gobierno democrático podría aceptar ese mandamiento sin deslegitimarse ante sus propios votantes, los demás partidos y la comunidad internacional.
Los documentos internos difundidos con posterioridad a las conversaciones de Argel demostraron que ETA tuvo dudas sobre la tregua, pero nunca se planteó en serio la posibilidad de abandonar las armas; es decir, de desaparecer. A continuación, el desarrollo de los acontecimientos otorga certidumbre al hecho de que la negociación es utilizada por ETA como principal bandera de movilización, y, a la vez, como elemento de cohesión interna: su inminencia, avalada por los múltiples recados y contactos, es esgrimida como argumento para acallar las críticas. Un estudio sobre Violencia y ansiedad en el País Vasco, dirigido por el sociólogo Ruiz de Olabuena y publicado en 1985, concluía que en Euskadi era el sector identificado con HB el que tenía más interiorizado el sentimiento del miedo. Podría venir inferido por la creencia en el dogma que vincula medios y fines, y que conduce frecuentemente al Estado, dispuesto siempre a una reacción defensiva contra el terrorismo. Pero la cuestión es otra. La desactivación gradual de la "martirio-lógica" -en ajustada denominación de Juan Aranzadi (vid. Auto de Terminación, "La necro-lógica etarra", pg. 261)- que confería significado a ETA y sus acciones entre abundantes sectores de la comunidad abertzale, sin muertos con los que reponer el carisma sacramental de la causa, con los presos obligados por la propia ETA a seguir en prisión como excusa para continuar matando, los particulares resortes simbólicos que en los últimos años se han mantenido en el entorno etarra son la persuasión por la fuerza, por el "poder fáctico" emanado de las armas, y las varias metamorfosis del miedo: ambos resortes han vivido del mito de la invencibilidad de ETA, de la imposibilidad de acabar con ETA por vía policial, que lleva cierto tiempo resquebrajado después de la detención de su "aguerrida cúpula dirigente escondida en un hueco de la escalera junto al cubo de la basura”, como la tipificó Aranzadi.
Por supuesto han sido muchísimas las ocasiones en las que se ha anunciado la próxima inoperatividad del terrorismo etarra. Normalmente, tales anuncios se han producido en un momento en que, como nos recordaba Javier Tusell (ETA puede morir, en "El Foro": El ocaso de ETA, Diario 16, 3-4-91, pg. 4), la acción policial ha sido especialmente efectiva y ha logrado la desarticulación de un número elevado de comandos de la organización, ha cegado sus fuentes de ingreso o ha obtenido la cooperación del país francés. Luego ha venido la decepción: todo eso no ha liquidado el fenómeno terrorista, que se ha reproducido al poco tiempo.
Por fin, parece que –frente a los interrogantes en que nos deja la nota del Gobierno al último comunicado etarra-, después de aceptarse y practicarse durante los gobiernos de José María Aznar la tesis de Patxo Unzueta (vid Auto de Terminación, op. cit., "Triunfo y derrota de ETA", pp. 235-243) que la extrema debilidad operativa de ETA es condición previa a cualquier salida no traumática, el devaneo inmovilista del presidente del Gobierno ha dejado de percibir que la experiencia demostradora de que lo que desgasta el apoyo dispuesto por ETA -y que le incita a seguir ciegamente- no es la crueldad de sus acciones, o su falta de perspectivas políticas, sino su vulnerabilidad frente a la represión. "Dicho de otra manera: sólo cuando la debilidad operativa de ETA sea manifiesta (es decir, claramente perceptible para sus seguidores) podrá plantearse la hipótesis de un diálogo que oficialice la renuncia a las armas y en el que se contemple alguna salida personal para los activistas” (P. Unzueta, Ibídem., pg. 241) -y en particular, para los centenares de ellos que cumplen condena en Francia y España-.
En el eterno doble juego batasuno la ilegalización de HB ha demostrado ser una medida estratégica muy operativa y eficaz. Y debemos recordársela a ZP y a Llamazares, sobre todo a este último, después de las manifestaciones realizadas a los medios de comunicación tras su encuentro en La Moncloa con el presidente. En esto ZP ha vuelto a ser un “don Tancredo” vulgar y corriente, que ha permitido a ETA jugar a la guerra de nervios. Natural, cuando ha visto pestañear al adversario. Zapatero cometió un error gigantesco desde que se proclamó su intención de negociar. Desde entonces, como muy bien nos aclara Ignacio Camacho, la iniciativa ha quedado en manos de los terroristas, que si algo han demostrado en los últimos treinta años es una macabra habilidad en el manejo de los tiempos. El Estado mueve piezas, otorga facilidades, relaja la presión, hace la vista gorda al incumplimiento de la ley y hasta transige con maniobras leguleyas para acortar la pena de ciertos criminales abominables. Y no obtiene nada. O sí: unas bombas intimidatorias y un comunicado abstruso. Más de lo mismo.
El doble juego batasuno, reflexión puesta sobre la mesa por un alto cargo de Interior de los tiempos de Aznar, reflejaba también la preocupación del Gobierno de éste de que la posible ilegalización de HB pudiera provocar un efecto boomerang y consiguiese unir a buena parte del nacionalismo vasco. 'Quieren tener los mismos derechos que un partido democrático pero, mientras, siguen trabajando para ETA. Es su eterno doble juego. O, si no, que respondan a una pregunta: ¿cuándo han sancionado a alguno de sus militantes por atentar contra alguien? La respuesta es nunca'. Esto sólo se ha producido relativamente, y después de que se adoptase por ZP y el Partido Socialista de Euskadi (PSE) de López la táctica de la negociación. Un procedimiento lleno de errores, a lo que se ve, que choca con unas palabras del huido batasuno Juan María Olano, que, desde su huida retransmitida, admitió al divisar que tampoco HB las tenía todas consigo: 'Si el miedo que nos quiere meter el Estado español llega a tocarnos, ese día nos habrán ganado'. Pues entonces, presidente, si quieren un eficaz cese de las armas a través de una negociación generosa, no queda otra salida previa: ¡métales mucho miedo! Y a Otegi y los próximos, más que a ninguno. De lo contrario, señor presidente, lo mismo que usted llegó a La Moncloa por el 11-M, la abandonará por sus errores en la estrategia frente a ETA y sus pliegues con ERC.
Aires de La Parra
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