La fotografía de ZP con el dirigente nacionalista catalán Artur Mas y la mano derecha de éste, Josep A. Duran i Lleida, en la transacción final convenida para el acuerdo entre el PSOE y CiU sobre la reforma del Estatuto de esa Comunidad autónoma, nos ha hecho releer un volumen relativamente reciente escrito por tres reputados pensadores de la política, Salvador Giner, Xavier Arbós y Victòria Camps. Publicado en 2001 por Ariel, lleva por título La cultura de la democracia: el futuro, y sopesan ahí esta profunda cuestión, algo olvidada en la mesa donde se han tejido esos acuerdos.
La democracia, se dice ahí, no es solamente un orden político representativo, enmarcado en un conjunto de leyes que garantizan la libertad y los derechos de los ciudadanos. Es también, y en no menor medida, una cultura, una conciencia participativa de que la cosa pública es de todos, de que todos somos responsables de lo que sucede y también de la calidad de nuestra vida en común. Lo más crucial para la cultura democrática no es sólo la libertad de cada cual y la igualdad de todos ante la ley, sino la fraternidad: el convencimiento moral de que debemos ser solidarios y respetuosos con los demás. Que debemos, también, cuidarlos. Y en esto último es ya común la sensación de que nos han fracasado todos, principalmente los socialistas de Rodríguez Zapatero, que en ningún instante se han formulado dos grandes preguntas, a las que hubieran hallado respuesta en dicho libro. Estos interrogantes son: ¿Cuál es y debe ser, hoy, la dimensión cultural sobre la que reposa el edificio democrático? ¿Cuáles son las perspectivas para la democracia y su cultura en el complejo mundo de hoy, que se enfrenta sin dilación a una mudanza histórica sin precedentes?
Estamos lejos en el presente de los encantamientos tecnocráticos. Ni la ciencia comprende todas las razones disponibles, ni la voluntad política se produce en el vacío. Contrariamente, las opciones políticas se dan siempre dentro de un marco institucional determinado que expresa un equilibrio de fuerzas y de preferencias, así como de potenciales conflictos entre actores estratégicos. Pero la decisión política nunca puede considerarse resuelta ni anticipada, siempre es hasta cierto punto fruto de la autonomía y la madurez. De ahí la importancia de la ética de los decisores. Por eso, como enseñara Popper en su crítica del determinismo historicista, tenemos responsabilidad moral por la historia. Por ello el juicio técnico y experto, que tan necesarios resultan en cuantiosas ocasiones, no pueden nunca imponerse ni sustituir al juicio político.
Sin buena política no hay nunca progreso. Es ésta una verdad que, en su obviedad, no siempre es ejercida por el poder, olvidadizo hasta extremos inauditos. Hasta el punto de tener que recordarles que utilicen la cabeza para pensar y la boca para hablar con cordura y fundamento, no solo para comer. Principalmente ahora mismo este recuerdo va dirigido a los socialistas castellano-manchegos y en especial a José Molina, que hace las veces de portavoz del Grupo Socialista en las Cortes regionales y se ha atrevido a decir que la financiación catalana beneficiará a Castilla-La Mancha. No ha dado ni una seña puntual, ni un dato específico anclado en bases tributarias y financieras con rigor. Por el contrario, los técnicos de la AEAT destacan lo contrario, pues la fórmula para-catalana beneficiaría sólo a catalanes, madrileños, valencianos y baleares. Entonces, que no vendan la trucha antes de haberla pescado, una fórmula inventada por Bono en su largo virreinato en esa Comunidad, que requiere a marchas forzadas un cambio de partido en el poder, por la deformación de gobierno y los malos hábitos administrativos ahí estatuidos.
Para encontrar la ética específica que requiere la buena política es necesario reconocer la política como un oficio, como una función socialmente necesaria, quizás la más importante y difícil de todas. Es necesario salir del menosprecio estúpido (los griegos consideraban “estúpido” al que se ausenta de los intereses de la ciudad, no se interesa y no participa en la polis) de la política para repolitizar la sociedad, reencantarla y poder así reinventar y reformar la política, es decir, superar las malas políticas que hoy bloquean el desarrollo e ir instalando las buenas políticas que el desarrollo humano requiere. Hay que redescubrir el oficio de la política en la línea iniciada por los grandes pensadores de esta materia. Mientras el PP castellano-manchego no encare con aplomo esta estrategia, nunca llegará a Fuensalida, palacio que cada día pide más aceleradamente un recambio, porque los políticos socialistas de la región están en las nubes y no gobiernan para los habitantes de ésta.
Curiosas –como mínimo y sin tacharlas con el epíteto defectivo que merecen- son las declaraciones del presidente y los consejeros socialistas castellano-manchegos, siempre sumados por inercia a la línea oficial de Ferraz y a la voz en la sombra de Bono. Así, primero, afirmaron tajantemente que no admitirían el término nación en el nuevo Estatuto catalán, y cuando la transacción con CiU les deja con la palabra en la boca, automáticamente alaban el acuerdo y hacen cánticos a la bondad de éste. Un cambio de corbata que, aplicando un serio análisis politológico, puede hasta ahogarlos, pues el nudo que se han hecho no les permite respirar, al hacerlos burdos alumnos de la política dañada. Sin duda, el oficio requerido para hacer la mala política es muy diferente al oficio requerido para la buena política. Las éticas de uno y otro también han de ser muy diferentes. ¿Qué hace el mal político? Niega y desconoce la realidad, la falsea, presenta falsas imágenes que producen falsas ilusiones, temores y esperanzas, manipula. Esto es el bonismo practicado en Castilla-La Mancha. Una fórmula utilizada por este ministro social-liberal, ex presidente de la Junta de Comunidades, que no pasa de ser un político conservador del estatus quo cultural, político, económico y ético. Ha producido desarrollo aprovechando una coyuntura positiva de orden internacional; pero se trata de un desarrollo volátil y de pobre calidad distributiva. No ha transformado los patrones de gobernabilidad: él y sus muchachos son hábiles operadores de un partido caudillista y de institucionalización medida; a través de la cual ha manejado las alcantarillas del financiamiento político, manipulando igualmente las redes clientelares electorales, asignando los empleos públicos en una administración patrimonializada. Con lo mismo, siguen gestionando su mayoría parlamentaria inútilmente, pues no sacan a Castilla-La Mancha de su condición de región de Objetivo 1 en la UE, al transar sin fuerza con los votos de los legisladores, e intermediar con el sector privado la producción de leyes y reglamentos, las adjudicaciones en licitaciones públicas o en las privatizaciones, negociar la concesión de beneficios y exenciones...
Si nuestros aires se dispersan hoy tan severos es porque, como dice el editorial del diario ABC, al Gobierno le esperan España y los millones de españoles que ahora quieren saber qué futuro le aguarda a su país y a su Constitución:
Como suele ser habitual, los nacionalistas se muestran más sinceros que los socialistas, sabedores de que cada palmo de terreno que ganan es definitivo según ese perverso valor entendido de la política española que concede a los nacionalismos un suplemento de legitimación por su victimismo impenitente. Pero como son sinceros, ya han visto y anunciado en el futuro Estatuto catalán el comienzo de una etapa en la que la Generalidad va a tratar «de tú a tú al Gobierno español». Para el nacionalismo no cabe otra interpretación de un texto que, según Convergencia i Unió, «equipara nación y nacionalidad». ¿Es, en estas condiciones, irrelevante que el preámbulo del futuro Estatuto reconozca la existencia de la nación catalana?
Ningún jurista es capaz de negar al preámbulo de un Estatuto de Autonomía el valor jurídico fundamental de expresar la voluntad del legislador. Es la parte de la ley que fija las pautas de interpretación de todo el texto, impregnándolo con los valores esenciales del propósito legislativo. El problema no era buscarle un sitio insípido e incoloro al término «nación», sino camuflarlo frente a la fiscalización del Tribunal Constitucional. El Gobierno siempre ha sido consciente de esta trascendencia jurídica del preámbulo del fututo Estatuto catalán y de su relevancia sobre la constitucionalidad del texto en su conjunto. Por eso se ha forzado la imaginación y la sintaxis para llegar a una redacción que hace que las Cortes reconozcan que el Parlamento catalán, «recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía catalana, ha definido de forma ampliamente mayoritaria a Cataluña como nación». Por tanto, las consecuencias de este preámbulo son evidentes: las Cortes Generales aceptan la definición nacional de Cataluña hecha por el Parlamento catalán y legitiman tal definición no sólo en el sentimiento, sino también en la voluntad de la ciudadanía catalana. Los elementos jurídicos de este pronunciamiento futuro de las Cortes españolas conforman el reconocimiento de una nación que no es la española, en virtud de una especie de declaración de autodeterminación sobreentendida que se atribuye a los catalanes, pese a que éstos nunca hayan sido expresamente consultados sobre la definición de Cataluña como Nación. En cuanto a la irrelevancia de hablar de sentimientos en una Ley, cabe recordar que los socialistas vascos llegaron a decir del Plan Ibarretxe (en un documento titulado «34 razones que hacen inaceptable políticamente, y negativo económicamente, el Plan Ibarretxe») que «este es un Plan claramente reaccionario y antidemocrático, porque se basa en los sentimientos de identidad y no en los derechos de ciudadanía». Si el PSOE hubiera mantenido este criterio, nunca habría aceptado el nuevo Estatuto para Cataluña, pero lo ha hecho, abriendo un proceso político en el que también el Partido Popular habrá de ofrecer su alternativa, de no menor entidad, como previsiblemente anunciará hoy Mariano Rajoy.
La mala conciencia del Gobierno por este reconocimiento demoledor para la unidad nacional se demuestra en forma absoluta con la adición en el preámbulo de una auténtica modificación del artículo 2º de la Constitución, al poner en su letra algo que no dice: que «reconoce la realidad nacional de Cataluña en forma de nacionalidad». Semejante derivación interpretativa es una manipulación del texto constitucional, doblemente usurpadora de la función privativa del Tribunal Constitucional y de la soberanía excluyente del pueblo español para modificar su Título Preliminar. Será imposible en el futuro negar que el proyecto estatutario catalán es una reforma de la Constitución. Tanto lo es que dicha reforma se hace en el propio preámbulo, vulnerando el procedimiento establecido en la propia Constitución para su revisión.
Hemos recogido este pensamiento de un diario tan sólido como ABC porque en su “monarquismo” emite siempre, al menos bajo la dirección de Zarzalejos, cultura democrática. Saben sus hacedores que, como decía Christopher Lasch, la información se convierte en un subproducto cuando no se integra en el debate cívico, cuando no se contextualiza. Los medios dibujan escenarios fugaces de inseguridad e incertidumbre -catástrofes, accidentes, conflictos y crisis-, que igual que llegan desaparecen, sin continuidad histórica; esto es, construyendo un presente que no parece estar relacionado con el pasado, por consiguiente, sin una clara proyección de confianza con la incógnita del futuro. Sin embargo, las palabras nunca son inocuas en una ley, y, según afirma ese editorial, menos cuando tratan conceptos que están en la sensibilidad de los pueblos. Bien lo saben los nacionalistas, que, por fin, han enlazado el término «nacionalidad», veintiocho años después de su aprobación en la Constitución, con el de nación. También en 1978 se dijo que aquél concepto zanjaba la cuestión nacionalista. Ahora sólo falta saber cuánto tardará el nacionalismo en dar el siguiente salto, cogiendo impulso en un preámbulo que, con sólo tres líneas, desmantela el principio nacional de la Constitución española. Muy grave es esto señor Rodríguez Zapatero. Tanto, que si el PP sabe llevar el asunto con tiento y buen pulso las elecciones generales podrían anticiparse. Ya veremos, porque tampoco los populares están haciéndolo muy bien, que digamos.
Aires de La Parra
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