Los “progres” de los años 70, de estilo Zapatero, empiezan a repeler por su petulancia –escondida en sus risitas- y la altanería, seguramente producto de su vivir en el palacio monclovita. Menos mal que detrás no todo es igual, como podrían creer, y de hecho así lo manifiestan, los conservadores populares picados por las avispas del neofranquismo aznarista. Concretamente me refiero al ministro Pedro Solbes, que, invitado a su redacción por El Mundo, propuso que el modelo de financiación de Cataluña sea aplicable a todo el mundo. Por eso y por su gestión en la economía, que va bien, le alaban y editorializan, demostrando que es en estos momentos la columna vertebral de la credibilidad del ejecutivo español.
Entre toda clase de polémicas, agravios, Opas, manifestaciones, trabajo en la sombra oculto, estreno de nuevas líneas en el AVE (con diferencias de precios y servicios según lugares), aviones y vuelos ilegales de la CIA en España –dice ABC que la respectiva investigación fue parada por la fiscalía-, orquestaciones contra la COPE y Federico Jiménez Losantos, palos de Luis del Olmo contra la Cadena Ser, rutinarios mensajes de los gobernantes socialistas autonómicos, provinciales y locales –de los nacionales no hablamos, porque lo hace suficientemente RTVE-, inestabilidad social en Francia, oscilaciones en la “gran coalición” alemana, endurecimiento del discurso de Bush contra los demócratas, etcétera, podríamos colocar a Pedro Solbes como la excepción en el equilibrio político.
Nuestro ministro, frente a los cachivaches antedichos, parece tener un proyecto orientado hacia el porvenir, desde los horizontes de una sociedad que debe ser cada vez más justa. En cambio, el debate publico que deriva de los nombrados acontecimientos remite invariablemente a las preocupantes imágenes del declive de la noción de lo social. Esta última situación determina que los analistas políticos de nuestros medios de comunicación adopten unos puntos de vista poco optimistas. A escala planetaria esto podría ser lógico, puesto que la guerra, el terrorismo, la violencia de los estados así como de los líderes militarizados de las sociedades que llamamos civiles –y que lo son en escasa medida– ejercen actualmente una influencia mucho más decisiva que la diplomacia, la negociación de los conflictos o la regulación de las cuestiones importantes por parte de las instancias supranacionales. Pero a escala nacional, española, es más difícil de admitir, sobre todo si hablamos en términos relativos y poniéndonos comparativamente con la situación de otros muchos países.
Para entender la coyuntura e ir soldando estructuras, que es lo que hace en su día a día el equipo del ministro Solbes, frente a las nimiedades y contraventuras de otros ministros, como el de Defensa, el señor Bono, que frente a la obligación de regir una administración moderna y eficaz se dedica a dar publicidad a su nombre y asentamiento político personal –aunque sea a costa de la estrategia de su propio partido-, aquél ha comprendido muy bien que es imprescindible abandonar el inquietante auge de las categorías conceptuales que prescinden de lo social.
Esto me traslada a cuanto determinó allá por 2003 Michel Wieviorka, sociólogo y profesor de la Escuela de Altos Estudios Sociales de París, quien resaltó que no podemos olvidar la historia social a la hora de buscar los orígenes y las causas de cualquier acontecimiento con repercusiones políticas. Esto significa que debemos darnos cuenta de que hace aún apenas treinta años nos hallábamos en condiciones de concebir la vida colectiva estructurada por un conflicto esencial: el que enfrentaba al movimiento obrero con los dueños del trabajo. La articulación política giraba en torno a este conflicto, como también los debates ideológicos. Y, en esta oposición, afirmaba Wieviorka, la esperanza en el futuro encontraba su lugar propio y específico: “la lucha social no era únicamente una lucha limitada, de carácter defensivo o categorial; permitía a los agentes sociales proyectarse hacia el porvenir y hablar de progreso, concebir una sociedad más justa. Podía articular y formular un sentido general de las cosas así como reivindicaciones concretas”.
No puede decirse que actualmente las luchas sociales hayan desaparecido. Sin embargo, han perdido toda capacidad de proponer un mundo mejor. O han quedado reducidas a un carácter puramente defensivo –carentes, en ocasiones, de esperanza– o se han convertido en luchas por estamentos o de tipo corporativo, incapaces de superar los intereses limitados de sus protagonistas para conferir a su lucha una dimensión universal. Además, personas o grupos, tanto en las ciudades como en las zonas rurales, se ven impotentes para transformar sus dificultades y expectativas sociales en conflictos, ya sea por hallarse excluidos o sumidos en una gran precariedad o –en caso de tener un empleo– por hallarse expuestos a condiciones que les cierran toda perspectiva de movilización: ausencia o prohibición de sindicatos, brutalidad patronal, aislamiento de los trabajadores, represión policial omnipresente, racismo, etcétera.
Esto significa que nuestras sociedades parecen abandonadas a las lógicas de fragmentación cultural (la alianza del socialismo español con los nacionalistas de ERC y demás ralea cantonal son un ejemplo evidente), las cuales –a su vez– dificultan el debate público, la negociación, la gestión política de las diferencias. ¡Qué absurdo! Si la justicia es un vehículo de recorrido universal, construyendo éste, más que levantando paredes a cada diez kilómetros, se trabajará políticamente mejor por mantener y aplicar lógicas de integración. En este kilométrico teatro descubren en su seno la existencia de nuevas religiones, mientras el cristianismo parece perder velocidad; ven a las jóvenes generaciones hablar y pensar en términos que las de más edad apenas comprenden; constatan que el racismo se despliega bajo renovadas formas.
¿Qué quiere decir esto? Principalmente que las instituciones tradicionales se hallan cada vez en menor disposición de garantizar, por una parte, sus funciones socializadoras y, por otra, el mantenimiento del orden vigente. Además, y de forma creciente, el debate público “interno” sobre los problemas “de la sociedad” se articula a partir de categorías de hecho “exteriores” a la propia sociedad, ya se trate de cuestionar las lógicas económicas planetarias (la globalización), de desentrañar e interpretar los problemas de integración y los desafíos lanzados por la inmigración a la luz de las tensiones y de las guerras de Próximo y Medio Oriente o de aprender a reconocer la presencia, en suelo nacional, de grupos que simbolizan espacios transnacionales, diásporas y mecanismos de intercomunicación constante entre dos e incluso varios países.
En estas condiciones de declive de lo social y de fragmentación cultural que cuestionan el marco del Estado nación (la reforma sui generis del Estatuto catalán conlleva otro ejemplo más), es difícil que funcione la democracia representativa. Y así los partidos, los parlamentos, las elecciones, suscitan desinterés y crítica. Unos se abstienen y se apartan de la política, que juzgan, en el mejor de los casos, impotente y, de forma más plausible, corrompida.
En medio de esta marea, nadan también los que refuerzan las posiciones extremas entregadas a sospechar y a denunciar, a veces de manera odiosa, sin llegar nunca a proponer cambios realistas.
Y, tomando lo más positivo de los unos y los otros, nos hallamos los defensores de LA POLÍTICA (sí, con mayúscula), que hacemos continuos llamamientos a la democracia participativa –donde resulta tentador ver, como esquematizó Michel Wieviorka, una solución a esta crisis–. Aúna esta perspectiva dos dimensiones. La primera, constructiva, antepone el deseo de los ciudadanos de influir, a escala local, sobre decisiones que les afectan, de debatir con el poder político y deliberar con los expertos en “conferencias destinadas a alcanzar un consenso” a propósito, por ejemplo, del riesgo que pueden entrañar ciertas innovaciones científicas como los organismos genéticamente modificados (OGM). La segunda, más bien contestataria, considera que la política se hace en la calle, en manifestaciones o marchas, con ocasión de iniciativas espectaculares, mediáticas, incluso cercanas a la violencia; exige la democracia directa, por ejemplo la de los referendos, y desconfía de los actores políticos y la visión de los partidos, todos mezclados... lo que puede hacer el juego a los demagogos, siempre dispuestos a denunciar, más o menos justificadamente, la corrupción de las elites.
Este blog traerá en el futuro, pues en los libros y las investigaciones del editor de los Aires de La Parra se ve anchamente, el abecedario de la democracia participativa, que se presenta en ocasiones como lo contrario de la democracia representativa; también, en ocasiones, como su complemento o incluso su aguijón. Pero la médula de su comprensión se halla en centrar la cuestión, viendo que ambas democracias tienden a alimentarse siempre de sus respectivas crisis o de sus carencias. Sin embargo, el quid para hilvanar la nueva dinámica que se prevé está mejor en sus aspectos constructivos; ya que también es verdad que parece hallarse en condiciones de desplegar ante sí todos los desafíos de la política contemporánea, condenada a encastillarse en cuestiones de menor importancia o de alcance local; y, en sus aspectos contestatarios, adquiere más bien una dimensión inquietante, ya que es un factor de populismo.
Por estas razones, regresando al quehacer del equipo del ministro Solbes, la alta puntuación que a éste le otorgamos es porque ha tomado muy bien la conducción de la “glocalización” en España. Por esto siempre, se encuentre donde se encuentre, en esta época de grandes incertidumbres, sabe echar mano de la buena política y, de esta forma, se le ve capaz de aportar los principios y formas de abordar los problemas que se plantean en todos los niveles a escala española, del más global al más local.
Aires de La Parra
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