¿CUÁNTO duraría en Estados Unidos, en Alemania, en Inglaterra, en Francia, un ministro capaz de dejarse invitar a monterías y participar en ellas sin licencia de caza? ¿Seis, ocho, veinticuatro horas? No más de una jornada pasaría sin que presentase abochornado su renuncia pidiendo disculpas a la opinión pública. Por su propia voluntad u obligado por su Gobierno y su partido, que se considerarían deshonrados por una conducta tan descuidada con la ejemplaridad política. Ahí tienen, sin embargo, a Fernández Bermejo, resistiéndose a tomar por sí mismo la única decisión que en estos momentos aliviaría su desdoro, y a su jefe Zapatero, renuente a destituir a quien de manera flagrante ha incumplido el código ético establecido por el propio presidente. Quizá porque en ese prontuario faltaban reglas para aceptar decorosamente una derrota política.
No basta con el suave reproche esbozado para disimular la honda contrariedad que las torpes andanzas cinegéticas de Bermejo han causado en el seno del Partido Socialista. No basta con la profunda soledad escenificada por el Gobierno al abandonarlo en el banco azul durante la sesión de control parlamentario. No basta con los pellizquitos de monja propinados por algunos dirigentes locales y autonómicos. No basta con el ceño fruncido de la vicepresidenta De la Vega. En el lenguaje democrático estas cosas se sustancian con la dimisión. Te equivocas y lo pagas; admites el error y entregas tu cabeza. Así funciona.
El problema no está en la gestión ministerial de Bermejo, en su fracaso con los jueces, en su sectarismo ideológico, en su tendencia «magdaleniense» -por Magdalena Álvarez- a avivar los conflictos que se supone debería resolver. Se trata de una cuestión de deontología política. Ha violentado la separación de poderes al irse de cacería con un magistrado en plena instrucción de un sumario político; ha maltratado la tradición de la izquierda con un comportamiento de rancia ostentación; se ha prevalido de su cargo al asistir a batidas en fincas públicas prohibidas a los ciudadanos comunes; y por último ha utilizado su escopeta en un territorio donde no tenía licencia para hacerlo, como un vulgar furtivo, olvidando -y transgrediendo- la peculiar normativa española que requiere un permiso de caza en cada autonomía. Un ministro -¡de Justicia!- que se salta la ley no puede seguir siéndolo un minuto más.
Su situación es insostenible. Y cada día que permanezca en el cargo compromete la credibilidad de Zapatero, incapaz de hacer cumplir las normas de conducta que él mismo ha promulgado. Debe de resultar un trago amargo para el presidente ver cómo se le ha vuelto en contra una jugada que prometía acorralar a la oposición, pero la torpeza de su jugador ha llevado a eso. Y su responsabilidad «in eligendo» le obliga a dejarlo caer. Imperativamente. Ya.
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