Mikel Buesa, Catedrático de la Universidad Complutense (Publicado en UPyD, aquí)
El anuncio de la adopción por parte del Gobierno de un paquete de medidas destinadas a favorecer la actividad económica, es una buena ocasión para entrar en el análisis de las ideas que orientan la política del gabinete de Rodríguez Zapatero en su segundo mandato. El Presidente ya adelantó en su discurso de investidura una buena parte de lo que ahora son decisiones del Consejo de Ministros; y, por tanto, contamos con material de primera mano para diseccionar el pensamiento que orienta la acción del Gobierno.
Dejemos bien claro de entrada que el de Rodríguez Zapatero es un pensamiento de mínima complejidad en el que no cabe el menor atisbo de autocrítica y, menos aún, de reconocimiento de cualquier efecto negativo de su política. De ahí que ensalce a sus ministros, singularmente al de economía, hablando de sus virtudes personales, pero no de sus aportaciones a la acción de gobierno. Y de ahí, también, que los aspectos problemáticos se atribuyan a la insoslayable y negativa influencia exterior que, como no podía ser de otro modo, llega desde Norteamérica.
Veámoslo: señala el Presidente en su discurso que «muchos españoles se interrogan por el futuro de nuestra economía y sienten incertidumbre», para inmediatamente minimizar esas emociones, pues en realidad ven sólo «las subidas de algunos precios» y, además, sólo «algunos han visto en riesgo sus empleos». Ello es así porque, al estar España inserta en «la economía global,…dejan sentir sus efectos entre nosotros… la crisis que soporta Estados Unidos,…la llamada crisis de liquidez y la escalada de los precios del crudo…y de muchas materias primas y alimentos». Pero esa crisis internacional, americana, no es tal en España. Según Rodríguez Zapatero «la repercusión de la crisis mundial sobre nuestra economía está amortiguada porque nuestro país afronta esta coyuntura… con unos fundamentos económicos robustos». Y, por ello, para nosotros, la situación sólo puede ser caracterizada como de «desaceleración económica».
Hay, por tanto, en el pensamiento del Gobierno y de su Presidente, una clara elusión de la idea de que también la economía española participa de la crisis internacional. No deja de ser curioso que los dos indicadores principales de ello —el imponente déficit por cuenta corriente que, desde hace años, soporta España, y el diferencial de inflación con la zona del euro, que, siendo endémico, además se ha ampliado— son reconocidos por Rodríguez Zapatero como meros «desequilibrios» que no requieren mayor comentario, tal vez porque la complejidad teórica de estos conceptos está fuera de su alcance. Y de ahí se deriva el rechazo a la idea de crisis para afirmar inmediatamente que «el panorama más inmediato para nuestra economía… no es un horizonte prolongado, sino transitorio», por lo que «superado ese paréntesis,… retornaremos a elevadas tasas de crecimiento y reanudaremos con vigor la generación de empleo».
Por tanto, el manejo de la política económica para la actual coyuntura sólo requiere, para el Gobierno, medidas paliativas de corto plazo. Y así se ha anunciado. De lo que se trata es de inyectar liquidez en el sistema en una cuantía próxima a la décima parte del PIB, pues como se anunció en la investidura pueden emplearse «los superávits acumulados en los últimos años (para) absorber el impacto (de) una menor actividad… sin subir impuestos… (y sin) imponer recortes sociales». Los procedimientos por medio de los cuales se efectuará esa aportación de dinero a los ciudadanos se han diseñado para que su incidencia se agote en unos pocos meses. Así, la mitad de la devolución de 400 euros a los contribuyentes del impuesto sobre la renta se gastará seguramente en el verano, y el resto quedará diluido durante el semestre siguiente. Igual ocurre con las ayudas a los parados de larga duración, que tendrán un subsidio de tres meses, o con las ayudas a la movilidad geográfica de los desempleados, que al parecer solo estarán vigentes hasta final de año. Y otro tanto se puede añadir en cuanto al efecto de la supresión del impuesto sobre el patrimonio, con la peculiaridad en este caso de que los 1.800 millones de euros que dejarán de recaudarse se quedarán en los bolsillos de las personas más acaudaladas del país. En definitiva, un número apreciable de ciudadanos experimentará un alivio de sus cuentas; se generará en ellos una cierta ilusión financiera que les impedirá la percepción cabal de los efectos probablemente negativos de la mayor parte de estas medidas, pues, debido a su carácter puntual o no permanente, el aumento de la liquidez se traducirá en un incremento de la demanda frente a una oferta rígida y, en consecuencia, en una aceleración de la inflación.
La ilusión financiera se oculta también detrás de algunas otras de las medidas anunciadas. Es el caso del alargamiento del plazo de devolución de las hipotecas que, aunque no tenga costes de tramitación, sí los tiene en cuanto a la cuantía total de los intereses que acabarán pagando sus titulares, aunque ellos no lo noten porque su recibo mensual disminuya. O el del adelanto en las devoluciones del IVA a las empresas, que en nada va a rebajar la fiscalidad soportada por las transacciones en el mercado. O las ampliaciones en el aval estatal para la titulización de créditos a las empresas pequeñas y medianas y a los promotores inmobiliarios, con el agravante en este último caso que el estímulo a la construcción de nuevas viviendas ampliará el exceso de oferta que, actualmente, caracteriza al sector y que está dando lugar a reducciones en los precios, con el consiguiente efecto negativo sobre el valor de las garantías hipotecarias y, derivado de él, sobre la estabilidad del sistema financiero.
Pero no nos preocupemos, parece decirnos con todo esto el Gobierno, pues todo lo anterior es efímero y pronto volveremos al crecimiento. Y entonces de nuevo pagaremos los mismos impuestos, pues al parecer la deducción de los 400 euros es sólo temporal, y el Presidente ya señaló que la política presupuestaria será «cauta y prudente», pues «seguiremos comprometidos con la estabilidad macroeconómica y fiscal». Y también podremos volver a reacomodar el plazo de nuestras hipotecas. Y ya no harán falta las ayudas a los parados porque tendrán empleo. En ese momento, nos promete Rodríguez Zapatero, tendrá lugar «un cambio (en nuestro) modelo de crecimiento… que nos acercará a los países más avanzados del mundo».
El lector comprenderá, después de todo esto, que la crisis económica está fuera del horizonte conceptual del Presidente, no porque no sea real, sino porque resulta incompatible con el optimismo panglosiano de que hace continuamente gala. Él no ignora los retos —«las dificultades existen», dirá en la conclusión de su discurso de investidura— pero niega la posibilidad de que su política no responda adecuadamente a ellos —«el Gobierno sabrá estar a la altura de las circunstancias», añadirá para concluir que «seremos capaces de afrontar con éxito los contratiempos»—. Está convencido de que, debido a las políticas de I+D, infraestructuras, educación, competencia e igualdad que desarrolló en la anterior legislatura y a las que pretende dar continuidad, España es «un país próspero que genera (la) riqueza duradera que brota de la inteligencia y no de la explotación de la naturaleza, ni de la mano de obra barata; un país próspero y, además, decente, porque distribuye con equilibrio la riqueza que genera». Y, con tal bagaje, en su visión del futuro inmediato no cabe la menor sombra. Es a este tipo singular de gobernantes a los que habría que recordarles permanentemente el alegato del Macbeth de Shakespeare: «Si puedes ver en las semillas del tiempo y decir qué grano germinará y cuál no, entonces háblame».
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