
El clientelismo político se refiere a la práctica en la cual los políticos otorgan favores, beneficios o recursos a individuos o grupos a cambio de apoyo político, como votos. Este sistema puede generar una relación de dependencia y lealtad entre el líder político y los ciudadanos que reciben estos favores, erosionando los principios democráticos y éticos. El clientelismo puede llevar a una distribución inequitativa de los recursos públicos, beneficiando a unos pocos y marginando a muchos, lo cual socava la justicia social y económica.
La degradación administrativa, por otro lado, ocurre cuando la administración pública sufre una disminución en su eficiencia, transparencia y calidad debido a prácticas corruptas, nepotismo y falta de ética. Esto puede manifestarse en la contratación de personal no calificado, la malversación de fondos públicos y la falta de responsabilidad en la gestión de los recursos públicos. La degradación administrativa perjudica la confianza de los ciudadanos en el gobierno, disminuye la eficacia de los servicios públicos y puede llevar al colapso de instituciones importantes.
Ambos fenómenos, el clientelismo político y la degradación administrativa, están interrelacionados y pueden crear un ciclo de corrupción y mala gobernanza que es difícil de romper. Para combatir estos problemas, es fundamental promover la transparencia, la rendición de cuentas, y fomentar una cultura de integridad y ética tanto en la política como en la administración pública.
Es obvio que las estructuras directivas del sector público en España tienen una elevadísima penetración de la política, lo cual en sí mismo es una rémora inmensa para cualquier proceso que se pretenda de profesionalizar la alta Administración o de salvaguardar la eficiencia y la imparcialidad de las organizaciones públicas, como tiene dicho Rafael Jiménez Asensio, profesor de "Organización Constitucional del Estado" impartido conjuntamente por las Universidades Pompeu Fabra, Carlos III y Autónoma de Madrid. Los intentos normativos de profesionalizar la dirección pública, muy pobres en su trazado y más tímidos aún en su ejecución, han sido un evidente fracaso. Las pocas leyes autonómicas que se han aprobado y que regulan la DPP (Dirección Pública Profesional), se hacen trampas en el solitario: al final, la DPP se ha convertido en una libre designación travestida. Quizás alguien se pregunte por qué lo que se ha terminado implantando en la inmensa mayoría de las democracias avanzadas, cuesta tanto que aquí arraigue.
Razones y testimonios hay muchos, pero evidentemente el freno más notorio a la institucionalización de estructuras directivas en nuestro sector público procede de que una vez ocupado intensivamente ese espacio por la política las resistencias a abandonarlo son numantinas. Y entre ellas destaca una especialmente: la amplísima nómina de personas que viven de la política o de desempeñar cargos políticos y directivos, que se ha ido incrementando con el paso de los años. Satisfacer a tales clientelas requiere disponer de un abanico cada vez más extenso de cargos públicos para distribuir entre los fieles.
Los partidos políticos viven ya adosados a las instituciones y, en especial, a las administraciones públicas que son proveedoras de innumerables cargos públicos de naturaleza intermedia o incluso de posiciones de asesores o de personal de confianza. José Antonio Gómez Yáñez y Joan Navarro escribían en 2019 (Desprivatizar los partidos, Gedisa) que la nómina de cargos públicos (representativos y ejecutivos), o de quienes vivían de la política en España, superaba las ochenta mil personas, llegando incluso a rondar las cien mil. Desconoce Jiménez Asensio cómo se hizo el cálculo, pero "intuitivamente sí que se puede afirmar que son decenas de miles quienes desempeñan cargos públicos de confianza política en las administraciones públicas y en su sector público".
Continuando con la tesis del doctor Jiménez Asensio, es incuestionable que los viejos partidos decimonónicos de cuadros o de notables -como estudió en su día Maurice Duverger- se transformaron en el siglo XX en partidos de masas (o con fuerte afiliación), para involucionar a finales del siglo pasado y en el siglo XXI hacia una modalidad ya dominante de partidos de cargos públicos (esto es, partidos con menos militantes y sin apenas vida interna, que son estructuras de distribución de cargos a quienes principalmente se arriman quienes quieren vivir de la política). Hoy día la práctica totalidad de los partidos tienen esa factura. Los congresos, asambleas, convenciones de los partidos o, incluso, algunos mítines, son actividades a las que ya solo asisten en su mayoría cargos públicos del partido. Ciertamente, se objetará a lo anterior que hay partidos en la oposición que no tocan poder; pero, parafraseando a Peter Mair, en realidad los partidos están en el poder (y, por tanto, acumulan amplias bolsas de cargos públicos para su reparto) o se encuentran en la sala de espera para acceder al poder (y, por consiguiente, tienen expectativas de alcanzar esa distribución discrecional de sinecuras). Los medios actúan de altavoces de quienes ya no arrastran apenas a la ciudadanía.
La patología española radica, sin embargo, en una combinación diabólica que consiste en una multiplicación territorial de niveles de gobierno, algunos de ellos con nóminas muy generosas de cargos directivos, a lo que se suma una cultura de clientelismo político muy acusada, y para cerrar el círculo aparecen dos ingredientes que distorsionan más aún el panorama: la política miope y de liderazgos cortoplacistas que nos gobierna no ve ningún valor añadido en la profesionalización de las estructuras directivas, porque cercena “su poder” (caso de triunfar dispondrían, por tanto, de una menor bolsa de reparto; o no pueden recolocar a los suyos) y desconfían, así, que sean altos funcionarios imparciales quienes ejerzan esas funciones que ahora son desempeñadas unas veces por militantes del partido y otras por amigos políticos, aunque tengan la condición de funcionarios. El terrible péndulo de nuestra historia político institucional asoma de nuevo: la tensión entre politización y corporativismo; pues tampoco esta última solución resuelve el problema. El hecho diferencial radica en que el nuestro es probablemente el país de la Unión Europea que tiene el grado más intenso de penetración de la política en las estructuras de la alta administración. Y cambiar eso supondría una auténtica revolución en la forma de entender la política y lo público, que absolutamente ningún político quiere liderar, por la cuenta que le trae. Tienen (o eso piensan) mucho que perder. Y ninguno es capaz de vislumbrar las ventajas que conlleva para la propia política una gestión de excelencia e integridad.
Personas sin oficio o sin apenas ejercicio profesional ingresan o promocionan en los partidos con la exclusiva finalidad para hacer política a través de “pillar” cargos en la Administración, que en algunos casos ya se asemeja a una entidad de beneficencia o de socorros mutuos. Las ubres presupuestarias, como diría Galdós, dan leche para todos. Así los políticos (también en ciertos casos familiares o amigos de ellos que ingresan por la puerta falsa en las nóminas de la Administración), se adosan firmemente al poder, desde donde mediante una rotación interna y grosera de puertas intercomunicadas o puentes de plata van saltando de un cargo público a otro hasta que el cuerpo y el presupuesto lo permitan.
La cleptocracia sanchista es el mejor botón de muestra de cuanto se ha explicado. La cleptocracia lleva a formar una cadena de intereses y lealtades que podrían ser catalogadas como prácticas mafiosas en la forma de ejercer el poder y la administración pública. El PSOE sanchista ha llegado a un punto (imputados Ábalos, Begoña, hermano, Fiscal General) en el que la presunta honradez de un militante (Lobato) debe ser combatida por el aparato con furia y unanimidad norcoreana. La honradez como traición. Así están, y Lobato -una buena persona y digno funcionario- ha tenido que dimitir como secretario general del PSOE de Madrid, tras el huracán desatado por su registro en notaría de una conversación con un cargo de Moncloa que le reenviaba el email en el que presuntamente confesaba delitos fiscales la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso.
Pone fin a las voces prácticamente unánimes dentro del PSOE-M que reclamaban su cabeza tras haber "traicionado" al partido. Trasladaban a Europa Press que el lunes se le empezaba a cuestionar en público y ayer se condenaba. Mientras tanto, los socialistas madrileños esperan la llegada del ministro de Transformación Digital y Función Pública, Óscar López, como apuesta de Ferraz para poner fin a un nuevo capítulo convulso de la federación madrileña.
Volviendo al centro nuclear del asunto que aquí nos ocupa, hay que preguntarse por cuanto encierra el clientelismo político. Éste es un manejo selectivo de los recursos del Estado por parte de algunos funcionarios, favoreciendo a los intereses de terceros (sus clientes) a cambio de apoyo electoral. Se trata de un intercambio no oficial de favores, que está tipificado hoy en día como una forma reconocible de la corrupción.
Así, el clientelismo favorece intereses privados mediante los recursos públicos, inclinando la balanza a su favor en decisiones administrativas, fallos judiciales, concesiones, licitaciones, etc. A la vez, estos funcionarios corruptos suelen emplear el poder adquirido mediante la práctica clientelar como una forma de castigo, para perjudicar a los que no respondan a sus intereses o se opongan al sistema. Este fenómeno suele darse en regímenes poco institucionalizados o con contralorías deficientes, a menudo en torno a los grandes medios comerciales de comunicación y los grandes conjuntos empresariales. A la vista está y muy cerca los tenemos.
El término clientelismo surge en el marco de la persecución de la corrupción, para referir que el Estado no está operando en base a la imparcialidad y equidad de la Ley, sino en base a una relación directa con uno o un grupo de clientes, es decir, algo más cercano a un trámite comercial que a uno estrictamente burocrático o administrativo. En pocas palabras: el Estado favorece a sus clientes, en vez de al todo de la sociedad.
La discrecionalidad en la asignación de recursos públicos es un síntoma clave del clientelismo. Esto se traduce en que las designaciones que tendrían que ocurrir mediante concurso público y abierto, imparcialmente, tienen lugar en cambio “a dedo”, o por elección de los propios funcionarios, para favorecer así los intereses privados que representan. El clientelismo supone una piedra de tranca en el correcto funcionamiento de las instituciones públicas.
La Enciclopedia Humanidades remarca que a cambio de dichas prebendas, los terceros favorecidos retribuyen al funcionario sus favores, a través de diversos mecanismos de apoyo: financiaciones electorales, pagos directos e indirectos, o simplemente apoyo político abierto. Esto también tiene lugar cuando un político utiliza los recursos del Estado para promocionar su imagen, imprimiendo su nombre o su rostro en productos de beneficencia, de planes sociales, etc., sugiriendo explícita e implícitamente que dicha ayuda no es una labor del Estado sino una muestra de generosidad de parte del funcionario, que tendría que ser retribuida luego. El votante deviene así en cliente y debe pagar la ayuda con su voto. La "marca Page" en Castilla-La Mancha, con sus adjuntos y pelícanos, se encasilla perfectamente en todo este estatus, tal y como lo venimos denunciando el Colectivo de Defensa del Tren Convencional Madrid-Cuenca-Valencia, un trastorno de degradación administrativa que hace tiempo se tipifico el cierre de la línea como el "Crimen de Cuenca-2".
Pudimos palpar la degeneración durante las últimas elecciones municipales y autonómicas, en las que el clientelismo fue un factor negativo determinante en los resultados, puesto que al entorpecer el correcto funcionamiento del Estado y de las instituciones democráticas, ese servilismo de patronazgo supuso una disminución de los índices de Desarrollo Humano en la Comunidad Autónoma en general, y en un abundante número de municipios de Cuenca en particular, ya que los recursos que tendrían que ir hacia la satisfacción de los más necesitados, van en cambio hacia terceros poderosos, sumando así a la tasa de desigualdad de la nación.
Por otro lado, el clientelismo puede ayudar a que un partido político se perpetúe en el poder mucho más allá de lo que le correspondería, ya que muchos insumos del Estado pasan a hacer campaña indirecta o silenciosa a favor del partido de los políticos que les asignan. El ejemplo lo tenemos en la alcaldía de Cuenca capital y en la Diputación Provincial, con dos cabezas visibles -Dolz y Chana- que si por algo se caracterizan es por sus grandes carencias en la tramitación, gestión y distribución de los recursos públicos, con la repercusión que esto tiene en la desigualdad y el déficit en los servicios prestados a los ciudadanos.
Últimos comentarios